Opinión | Anuar Faiad | Gigena |

El secreto es estar al servicio (quizás la mayor enseñanza de Anuar Faiad)

Alberto Roselli*- Diácono - Periodista

Nací en un bellísimo pueblo en plena pampa gringa del sur de la provincia de Córdoba. Alcira Gigena se llama.

Gigena –así le decimos- está rodeada de otros pueblos de la pampa gringa: Elena y Berrotarán, por ejemplo, que forman parte de la línea que une la ciudad de Córdoba con la de Río Cuarto, por la ruta nacional 36.

Pero el vecino más vecino de Gigena es un hermosísimo, sencillo hasta el límite y pintoresco pueblo, quizás el más chiquito de toda la línea, nueve kilómetros al sur, que se llama Coronel Baigorria.

En los pueblos nunca falta la polémica cotidiana, últimamente acaparada por lo político, pero que históricamente tiene que ver con el rinde del campo o el descubierto provisorio en el Banco, o lo que pudo haber dicho el cura en la misa del domingo, pasando por la situación del hijo de tal o infinidad de cuestiones, muchas, inclusive, imposibles de comprobar.

Entre los personajes que se destacan en los pueblos están, por supuesto, el cura, el intendente; en otros tiempos, el jefe de Estación de Tren, el jefe de Correos; antes y ahora, los gerentes de Banco, la radio, el canal local o las cooperativas, la Eléctrica –siempre nacida como usina- y las agrarias, que en Gigena se llama ALBA, justamente formada por las dos primeras sílabas de ambos pueblos: Alcira y Baigorria.

Quienes tampoco pasan desapercibidos son los médicos de pueblo.

Memoria auditiva tengo del catamarqueño Lautaro Roncedo, que eligió Gigena y no su tierra para ejercer sacrificada y entregadamente la profesión.

Al parecer, tan predispuesto que se ganó un lugar propio en el cementerio, entrando, al fondo de la calle central, apenitas a la derecha.

Roncedo fue el nombre elegido por un grupo de jóvenes y emprendedores personajes que en la década del 20 del siglo pasado quisieron fundar un club, pidiendo prestado, a modo de homenaje, la identidad de quien hacía poco había fallecido.

Hay otro club, con lo que eso significa en un pueblo: Lutgardis Riveros.

Y, como dos clubes, hay también dos modos de entender la pasión y los entusiasmos.

Este domingo 13 de septiembre murió Anuar Faiad. Tenía 65 años.

Anuar fue heredero indudable de la heroicidad propia de los médicos de pueblo.

Anuar Faiad, fácil de adivinar, venía de familia árabe-siria.

Hijo único de doña Elba, fallecida, descendiente de italianos, y de don Mohamed Faiad, don Coto, con dignos 96 años en el cuero pero muchos menos en el ánimo y las ganas.

Ella, enfermera. Él, por supuesto, obedeció a la sangre y fue un exitoso vendedor ambulante.

Recalaron en Baigorria hace muchos años y fue de allí desde donde Anuar emprendió su viaje a Córdoba para ser médico, vocación nacida de la entrega que veía en su mamá. La cuestión es que se dedicó siempre a ser el médico del pueblo … o, por mejor decir, de los pueblos. Vivía en Baigorria con su esposa, Marisa; sus hijos, Vicky y el Dani, y, por supuesto, con don Coto. Con mi vieja habían construido una relación clarísima de madre-hijo. Ella se sanaba y él se refugiaba en ella.

La noticia de su muerte, después de 13 días de estar internado en Río Cuarto por haberse contagiado coronavirus, generó la más hermosa y emocionante reacción que una persona de bien puede generar: tristeza y necesidad de agradecer. El doctor Anuar o el doctor Faiad, según quién lo nombrara, estuvo siempre más allá de los colores políticos o futbolísticos a la hora de ser el médico.

Es más, tenía su simpatía pero le encantaba decir que el mejor equipo era “La Juve”, Juventud Unida de su Coronel Baigorria.

En Gigena hemos tenido excelentes médicos: no conocí a varios, dicen que muy buenos, pero sí puedo dar fe de los doctores Víctor José y Luis Bergero, o Raúl Agüero, ya fallecidos dentro del rango de la normalidad según la edad y la trayectoria.

Pero la necesidad de los vecinos de salir de algún modo a agradecer y homenajear a Anuar Faiad, repletando de vehículos las calles de Gigena en la noche de domingo, haciendo sonar bocinas o sirenas, en medio de las normas de cuidado por el coronavirus, solamente lo vi cuando el pueblo se estremeció ante la muerte durante un accidente de otro médico, el doctor Alfredo José, hace ya muchísimos años.

La gente de Gigena y de Baigorria va a entender de lo que hablo.

Tristeza y agradecimiento.

Esa es la sensación.

Y necesidad de demostrarlas.

Anuar pudo haber sido muchas cosas, pero eligió ser humano hasta el límite: hijo delicado, esposo comprometido, padre entregado y, además, médico apasionado.

Y el secreto es un grito con toda la voz, que hasta podría ser imitado: sencillamente en cada faceta y en cada cosa, estar al servicio.

Gracias, Anuar. Nada más –ni nada menos- que por estar al servicio