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El golpe de gracia al legado de la dictadura pinochetista

Al anticipar la partida de defunción para la Constitución dejada como legado por la dictadura de Augusto Pinochet, los resultados del plebiscito celebrado el domingo en Chile constituyen, en lo simbólico y en la práctica, un hito en favor de la democracia y en detrimento del golpismo que durante décadas fue protagonista central de los procesos políticos en la región.

Una semana después de las elecciones presidenciales de Bolivia, paso clave para el regreso a una normalidad institucional que llevaba un año interrumpida, también Chile fue a las urnas en un acto de naturaleza muy diferente pero con el cual queda de alguna manera hermanado: no solo por la masiva participación popular a pesar del contexto de crisis sanitaria en el cual se desarrollaron ambas jornadas, sino porque en ambos casos se erigen, en lo simbólico y en la práctica, como hitos en favor de la democracia y en detrimento del golpismo que durante décadas fue protagonista central de los procesos políticos en la región.

Como se sabe, el regreso de la democracia a Chile se produjo más tardíamente y de un modo distinto del de sus vecinos. El relativo éxito económico de la dictadura encabezada por Augusto Pinochet llevó a que su retiro no fuera acompañado de un repudio popular masivo y generalizado como el que hubo, por ejemplo, en la Argentina, a punto tal que la fuerza conformada para encarnar su herencia política mantuvo una importante representación parlamentaria, además de gobernaciones e intendencias.

Pero además, la dictadura dejó como legado las reglas del juego que aseguraban la permanencia de muchos de sus valores y prioridades, una Constitución que hizo aprobar casi cuatro décadas atrás a través de otro plebiscito desarrollado cuando la relación de fuerzas le era favorable. Aun cuando Pinochet no pudo concretar sus aspiraciones de máxima al perder otra consulta que podría haber alargado su permanencia en el poder, celebrada en 1988, la vigencia de una “ley de leyes” elaborada a su gusto siempre apareció no solamente como un condicionante capaz de limitar la posibilidad de avanzar en determinadas reformas demandadas por la sociedad, sino como una mácula en el proceso democrático chileno, oscurecido por esa especie de vicio de origen.

Pese a que la reforma de esa Constitución ha sido un tema de debate recurrente en Chile a lo largo de los últimos treinta años, han sido las intensas protestas del año pasado las que terminaron por forzar a la clase política -en particular a la parte que sigue presentándose como más cercana a las ideas de la dictadura, aunque ya no la reivindica en toda su dimensión- a poner en marcha ese proceso, comenzando por la convocatoria a la ciudadanía al acto del domingo. Lo abrumador del resultado, con una diferencia de casi cuatro a uno, muy superior a la esperada, demuestra que incluso entre los sectores de la sociedad adherentes al actual gobierno de centroderecha, ideológicamente más afines a algunos de los postulados de la dictadura, en particular los económicos, entienden que ha llegado la hora de sacarse de encima esa carga.

Desde luego, resultaría ingenuo esperar que una nueva Constitución vaya a resolver por sí sola los problemas que aquejan a Chile y que detonaron las protestas que pusieron en marcha la reforma. Ni las profundas desigualdades en materias como el acceso a la salud o a la educación, por ejemplo, ni el encono existente entre las partes en que se divide el pueblo desaparecerán con el cambio de un texto legal, por más que impique una renovación institucional de significación. Pero haberle firmado la partida de defunción al legado de una época nefasta no es un logro menor para una sociedad que, como todas, necesita sacudirse el peso muerto del pasado para mirar al futuro con mejores perspectivas.