Opinión | pandemia | Gobierno |

El Yoni, las colas y la sucia política

La oposición, después de una frase de Fernández, reinstaló un clima de división previo a la pandemia. El Gobierno, con sus propios errores, alimentó el discurso y estableció dudas.

Comenzó como si no fuera la Argentina de los últimos años. Casi sin fisuras se percibía -y así se manifestaba- que el Gobierno estaba actuando correctamente ante la pandemia. En ese clima de consenso, el cumplimiento de la cuarentena fue mayoritario. Al menos, en la primera etapa.

Ante un acontecimiento sin precedentes en el país, como es mantener encerrada a toda la población durante 24 días interminables, el resultado inicial para el presidente Alberto Fernández fue una acumulación de capital político también inédito. Las encuestas, que en estos casos sirven para determinar qué margen de maniobra puede tener un gobierno para exigir medidas duras como las que se tomaron en Argentina, llegaron a adjudicarle hasta un 93,8% de imagen positiva. Existía orgullo en los partidarios del Frente de Todos y reconocimiento en el resto porque, por primera vez en décadas, Argentina aparecía en el lote de los países sensatos, racionales, por encima incluso de potencias económicas como Estados Unidos e Inglaterra, con sus rubios presidentes incontinentes, o de vecinos como el inverosímil Brasil de Bolsonaro.

Pero ese proceso de acumulación activó algunas alertas y habilitó una serie de interrogantes -y de inquietudes para un sector político y económico- con respecto al período poscoronavirus: cuánto poder político sería capaz de condensar Alberto Fernández si su desempeño seguía generando un acompañamiento casi monolítico. Un mandatario con alta imagen positiva, una revalorización del discurso y de la autoridad presidencial conllevan la potencialidad de que la política se ubique como el actor central e indiscutido. Y de que el Estado actúe como un factor que tienda al equilibrio social.

¿Cómo emergería Fernández, quien debió enfrentarse al coronavirus con su liderazgo político aún en construcción, en ese escenario? Una incógnita.

Sin embargo, el propio Presidente estableció criterios y concepciones que parecieron incomodar a algunos sectores económicos y empresariales y que desataron, consecuentemente, una reacción. “Muchachos, esta vez van a tener que ganar un poco menos”, fueron las palabras clave, que pueden interpretarse como una apelación obligatoria a compartir los costos de la crisis sanitaria y económica actual o también como un aviso futuro.

Desde entonces reapareció el escenario anterior a la pandemia.

Una fracción de Juntos por el Cambio, que había quedado hasta ese momento eclipsada por la línea de Horacio Rodríguez Larreta y su colaboración en tiempo real con el Gobierno, se reavivó. Y lo hizo enarbolando un reclamo que reaparece con cada crisis: que los políticos se bajen los sueldos.

Con la voz cantante de Patricia Bullrich y Mario Negri, fue la consigna insignia de la oposición, que hasta hace cuatro meses era gobierno, para afrontar la situación límite causada por el coronavirus. Si esa es no sólo la idea estrella sino además la única, entonces la intención no puede ser combatir exitosamente una pandemia sino restituir un estado de situación: que la política y su facultad latente de modificar las cargas en la sociedad, sea devuelta a su rincón de las cosas espurias, parasitarias e indeseables.

En realidad, para ese planteo opositor, el sueldo nominal y monetario de los políticos es irrelevante. Lo trascendente es el objetivo buscado. Por supuesto, la movida prendió, como siempre, en un sector de la población, al que le recordaron que la política no es esa esfera que puede articular un plan de acción contra un riesgo sanitario mundial, sino una casta de chupasangres que siempre viven a costa de privilegios.

Sonaron algunas cacerolas en Buenos Aires, un par de tapas de ollas en el interior, y hubo gobernantes que se apuraron a actuar en consecuencia. Sergio Massa, presidente de la Cámara de Diputados, soñó con notas y títulos, y después se dispararon conductas similares en el interior. Córdoba y Río Cuarto tendrán, entre otros, sueldos políticos más bajos desde el próximo mes.

Objetivo cumplido. No por el ahorro, en realidad de alcance ínfimo, sino por la restitución del clima de división previo. Mientras tanto, en medio de una pandemia, el país se pasó dos días discutiendo las cifras en una planilla de sueldos.

El desprecio por la política conlleva además como elemento asociado el desprecio por el Estado.

En eso estaban cuando llegó el día 14 de la cuarentena. En ese punto, el gobierno de Alberto Fernández cometió un error grave, inconcebible: el desastroso operativo para pagarles a los jubilados, que en plena cuarentena y a pesar de estar en el principal grupo de riesgo, terminaron agolpándose por miles en las puertas de los bancos para cobrar sus haberes. Un millón de personas, en su mayoría mayores de 65, incumplió las más elementales recomendaciones para evitar el contagio.

Se sabía que el segundo tramo del aislamiento obligatorio iba a ser el más desafiante. Por varios factores: primero, por el previsible agotamiento de la gente después de tantos días de confinamiento pero, sobre todo, porque iban a comenzar a manifestarse las tensiones sociales y económicas propias de una parálisis tan prolongada.

Por lo tanto, con un clima social cada vez menos predispuesto a la paciencia, el margen para la equivocación era infinitesimal. El Gobierno falló justo cuando no debía hacerlo.

Cuando empezaron a verse las imágenes de los jubilados amontonados, surgió el reparto de culpas: que si fue el Gobierno o los banqueros inescrupulosos.

Que los bancos maltratan a los viejos es una verdad que se manifiesta cada principio de mes. Las críticas les llueven y, por lo visto, no parecen importarles demasiado. Siguen como si nada.

¿Por qué iba a ser distinto esta vez? ¿Qué perdían o qué ganaban los bancos, por definición guiados por la especulación, el viernes de pago a los jubilados? Quien se jugaba el pellejo era el Gobierno y, por lo tanto, tenía la obligación, en defensa propia, de garantizar el éxito del operativo.

Fue todo lo contrario. No es descabellado pensar que la aglomeración de gente podría provocar consecuencias sanitarias pero, por ahora, es aventurado dimensionarlas. Lo que sí puede analizarse son las derivaciones políticas de lo que ocurrió.

La descoordinación del viernes, y el desconocimiento que ostentaron los funcionarios respecto al universo de personas sobre el que toman decisiones (Alejandro Vanoli, de Anses, llegó a decir que los jubilados deberían usar las billeteras virtuales de las plataformas en vez de tratar de tener plata en la mano), generaron un triple costo. Primero, implicaron un motivo de desaliento para quienes llevan más de dos semanas encerrados en sus casas, muchos sin percibir ingresos y al borde de la desesperación, y habían internalizado el concepto de que en este contexto debe prevalecer la salud de todos por sobre la economía. Segundo, un gobierno que viene obteniendo resultados sanitarios alentadores, estableció la duda sobre su capacidad de organización para afrontar el escenario que vendrá. Y, tercero, sirvió como un argumento de reafirmación para quienes venían atacando a la política y habían encontrado en los sueldos una hendija para sembrar división: “¿Vieron, estos mismos tipos que no pueden organizar la cola de un banco son los que van a salvarnos de la pandemia?”, decían el viernes en las redes.

Son los mismos que se horrorizaron cuando les dijeron que ante una emergencia sanitaria pública ya no habría distinción entre clínicas privadas y hospitales estatales. “¿Al Yoni lo van a internar en el sanatorio de la prepaga que pago y a mí me van a mandar a un hospital del conurbano?”, se leyó en más de un posteo o un tuit. Entienden que la salvación o la muerte deben estar determinadas por el poder adquisitivo y, por lo tanto, se autoperciben más valiosos.

El Estado es la negación de esa idea. Es el convencimiento de que, como dijo Francisco en su histórica oración ante una desolada y lluviosa Plaza de San Pedro, nadie se salva solo.