Río Cuarto |

Sobrevivió a una tragedia y da pelea al Goliat de la injusticia

Once años atrás, a Sebastián Altamirano (24) lo atropelló el tren y lo dejó en silla de ruedas. Desde entonces, lucha por una indemnización justa y por lograr una vida independiente. En el camino formó una familia y hoy tiene un hijo de 2 años que es su mayor motivación.

Sebastián Angel Altamirano es un sobreviviente. Una tragedia infinitamente mayor a sus fuerzas lo diezmó físicamente. Perdió sus piernas y el brazo derecho a los 14 años, pero hay algo que ni siquiera el impulso alocado de un tren le pudo arrancar: la fe. Por sobre todas las cosas, Sebastián es alguien que cree en sí mismo y eso definitivamente lo salvó.

No le faltan motivos para sumirse en una depresión severa, o para evitar la mirada curiosa de los extraños. Sin embargo, Sebastián acepta amable la invitación a tomar un café en la céntrica esquina de Buenos Aires y Sobre Monte, en un mediodía soleado y atestado de extraños.

Lo escudan su madre, Rosa del Valle Rojas, que vino empujando la silla de ruedas desde la terminal de ómnibus de Río Cuarto hasta el bar, y su hermana Joana Altamirano, quien lleva en brazos a la sobrina de Sebastián, una bella criatura cubierta de rulos.

Juntos emprendieron un largo viaje desde la ciudad donde hoy viven -Mar del Plata- hasta Río Cuarto, con una escala en General Cabrera, donde Sebastián tiene a su padre.

Habituado desde hace once años a lidiar con las trabas que les ponen a las personas discapacitadas, no le sorprendió que en la ventanilla de la empresa de transporte le dijeran que si quería hacer uso de su derecho a viajar en forma gratuita debía esperar un mes.

Sebastián no podía esperar tanto, pidió plata prestada a su abuelo y desembolsó los 4.600 pesos que le costaron los pasajes. “Cuando vuelva tendré que trabajar duro para devolvérselos”, dice con una sonrisa.

El viaje a Río Cuarto le urgía porque el abogado Lucas Giorgis, que lo apuntala en el reclamo de una indemnización por los gravísimos perjuicios que le provocó un paso a nivel sin barreras, lo convocó para notificarle que tenía novedades judiciales: por un lado, la compañía aseguradora de la empresa Nuevo Central Argentino S.A. aceptó pagarle el porcentaje de la indemnización que le fijó la Justicia  pero, por el otro, quien debe responder por la mayor parte de los daños y perjuicios -la empresa que explota los ferrocarriles-  sigue apelando y dilatando, así, un resarcimiento que les haría la vida mucho más sencilla a Sebastián Altamirano y su familia.

A la exasperante espera por justicia se sumó la resolución de la Cámara Federal de Apelaciones de Córdoba, que acaba de propinarles un cachetazo. Les redujo drásticamente el monto indemnizatorio que debe  afrontar Nuevo Central Argentino. Así, de una cifra que de acuerdo a lo que fijó un fallo previo,  hoy rondaría los 18 millones de pesos, los camaristas rebajaron la obligación a un monto inferior a los 6 millones.

No conforme con eso, Nuevo Central Argentino presentó un recurso  extraordinario para ir a la Corte Suprema y evitar saldar una deuda que  ya acumula más de una década.

En medio de esta pelea desigual  contra un verdadero Goliat, Sebastián fue cambiando de piel; hoy al filo de cumplir 25 años, parece un veterano curtido en mil batallas.

Para entenderlo mejor, conviene empezar por el atardecer de una primavera que lo cambió todo.

Primavera cero

A la hora en que el sol terminaba de ocultarse en General Cabrera,  Sebastián, un chico de 14 años, pedalea por la zona del cementerio de esa ciudad, enfrascado en la música de sus auriculares. 

“Iba solo, se había hecho de noche y en el lugar no había luz. El cruce del ferrocarril no tenía barreras, y todavía hoy sigue sin barreras. Ellos dicen que el tren tocó bocina, yo no sé si fue así, calculo que si hubiese sonado la hubiera escuchado por más que tuviera los auriculares...Y bueno, pasó”, se interrumpe el relato de Sebastián, tomando impulso para contar lo que vendría después.

 El único recuerdo de él tendido en las vías es la imagen de su hermano que acude en su auxilio. Eso y una sed abrasadora. “Le pedía agua, me estaba desangrando”.

La siguiente imagen -rememora- ya lo ubica “al día siguiente” en una cama del Hospital de Río Cuarto. Sebastián despierta con su cuerpo conectado a un ramillete de cables y su primer impulso es empezar a quitárselos.

Es un falso recuerdo. No porque no sea cierto lo de los cables y el desesperado intento por querer levantarse de la cama, sino por el tiempo transcurrido.

“Estaba convencido de que me despertaba de haber dormido una noche, y en realidad llevaba doce días sin despertar de un coma inducido”.

Sebastián tenía el cuerpo maltrecho. La gangrena y el peligro de una infección generalizada obligaron a los médicos a la amputación del brazo derecho, de sus dos piernas, y hasta una nueva cirugía que le cercenó otro tramo de una de sus piernas.

Rosa del Valle Rojas se remonta a esas horas desesperadas, cuando toda esperanza consistía en mantener el hilo de vida que sostenía a su hijo. Los porcentajes de sobrevida se limitaban a un 4 o 5 por ciento de posibilidades. “Yo me resistía a que siguieran amputando una de sus piernas porque pensaba que si conservaba la rodilla, alguna vez podría caminar con una prótesis, pero el peligro de mantenerla era muy alto”, dice la mujer.

Palos en la rueda

De los negocios de  la galería céntrica se asoman coquetas vendedoras. Con miradas disimuladas, intentan averiguar quién es ese curioso personaje de gorra negra y un extensor en la oreja izquierda que concita los flashes y le habla a un grabador, en una de las mesas del café. A pocos metros, se estaciona el carrito de un churrero. Por algunos minutos, la pegadiza versión de “Para Elisa” es una cortina de fondo de la charla.

Sebastián se abstrae de todo eso.

Cuenta que el peregrinaje en la Justicia es sólo uno de los frentes de batalla que debe atender; otra de sus peleas es lograr una vida independiente.

Para eso necesita una silla de ruedas que él pueda manejar, sin ayuda de nadie. La que tiene ahora es una silla elemental: está encintada en las manijas y requiere que otra persona la haga traccionar.

“¡Así y todo, es una Ferrari al lado de la que tenía antes!”, dice Sebastián y provoca una carcajada general. “Si no lo tomás con humor, te tenés que matar; la silla que tenía antes directamente no giraba las ruedas”, confía.

Su sueño es conseguir una a motor o una silla de ruedas con doble tracción. Eso le permitiría moverla con su brazo izquierdo.

“Siempre estoy dependiendo de que alguien esté a disposición y tenga tiempo para llevarme. Hoy no tengo autonomía para manejar la silla con un solo brazo. Encima, Mar del plata es una ciudad enorme: para hacer un trámite tengo cinco kilómetros, en un colectivo urbano tenés una hora y siempre tengo que estar esperando si alguien tiene un poquito de tiempo. Esas cosas te dan bronca, porque en lugar de ayudarte te van poniendo palitos en la rueda, usando el término con doble sentido”, recalca.

Obra social, ausente

Cuando el tren atropelló a Sebastián, su padre trabajaba en Cotagro y la familia estaba cubierta por la obra social Osecac.

Al cumplir la mayoría de edad, Sebastián confirmó que seguía ligado a la mutual, pero cada vez que hace algún reclamo la respuesta que le dan es que su nombre y sus pedidos no figuran en los registros. “La mutual nos pone muchísimas trabas, habíamos pedido una silla con motor y no nos la reconocen, nos dicen que él tiene que encontrarse en una situación de depresión y tirado en una pieza para que la mutual le pueda dar una silla con motor”, cuenta la madre. 

“En otras palabras, yo tenía que mentirles y decirles que estaba en un estado depresivo y que no tener una silla a motor me estaba haciendo mal psicológicamente, para ver si ellos podrían llegar a dármela”, agrega él.

Cada uno uno de sus reclamos a la mutual chocaron contra un sólido muro, el de la desidia.

“Siempre me hicieron lo mismo, el pedido de la silla dicen que se perdió, que no aparece en computadora,  con los pedidos de prótesis lo mismo, lo que fuera que yo necesitara se perdía. Para decirlo rápido, me boludean todo el tiempo. Te dicen que no están en el sistema y al mismo tiempo te mandan a Córdoba o a Buenos Aires para probarte prótesis que nunca te entregan”, protesta Sebastián.

Lisandro, en el horizonte

Ni el origen humilde, ni la brutalidad del accidente que sufrió, le impidieron a Sebastián terminar el secundario, formar su propia familia y proponerse metas. Dice que se imagina al frente de un restaurante en la ciudad que eligió para vivir, y que tiene un objetivo entre ceja y ceja: que su hijo de dos años pueda crecer fuerte y saludable.

Tres años después de la tragedia del tren, Celeste Vanina Alderete apareció en la vida de Sebastián. La conoció en Mar del Plata, en una de las visitas que hizo a la familia de su madre. Ella tenía 15 años, él 17. Se enamoraron y con los años decidieron que la ciudad balnearía sería su lugar en el mundo.

La llegada de Lisando Miguel, hace dos años, le dio más impulso a las batallas que Sebastián y su familia emprenden juntos.

“No soy un pobrecito”, avisa. “Nosotros somos personas muy capaces si nos dan la oportunidad de demostrarlo; por ejemplo, si nos dan la chance de trabajar”.

A fuerza de insistir, consiguió que unos amigos que trabajan en el mercado de abasto de Mar del Plata lo llevaran y consiguió trabajo. “Creían que no estaba capacitado y les gané por cansancio. Algunos me preguntan por qué trabajo, y les respondo con otra pregunta, ¿por qué no voy a trabajar? La necesidad no se fija si uno tiene pie o no tiene pie, a la necesidad cuando te golpea la puerta la tenés que atender”.

Junto a Celeste y a Lautaro, este verdadero sobreviviente se refugia hoy en una casa de madera. Un lugar donde el invierno es más crudo y el verano, una caldera apenas soportable. “Lucho por eso, para poder tener una casa de material, para que mi hijo no pase frío ni calor, por eso necesito que la Justicia finalmente me dé una respuesta, y que la obra social se digne a entregarme una silla que me permita ser una persona independiente”, recalca.

Cuando la charla concluye, los negocios ya están cerrados. El abogado acaso esté esperándolos en su estudio, pero Sebastián decide que puede esperar un poco más. “Está muy lindo para dar un paseo, ¿cierto?” propone. Su madre, la mujer que se pasó toda la entrevista mirando a su hijo con ojos arrobados, asiente.
Alejandro Fara