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El astro argentino que competía con Sinatra pero ya nadie recuerda

La vida de Dick Haymes parece extraída de una ficción con elementos impactantes, incluyendo un largo ostracismo tras su matrimonio con la actriz Rita Hayworth.

La historia está tan cargada de referencias increíbles que parece salida de una ficción de Osvaldo Soriano o Roberto Fontanarrosa: es la de un argentino que competía como cantante con el gran Frank Sinatra, enamoró a una de las máximas estrellas de Hollywood, Rita Hayworth, y murió deprimido sin que nadie lo extrañase demasiado, después de años de alcohol en exceso.

Pero el personaje existió, aunque los ecos de las aventuras de Dick Haymes se hayan apagado según fueron pasando los años y ya pocas personas recuerden los detalles de la biografía del más impensable de los vástagos de una familia patricia argentina, cuyos ancestros se remontan a un héroe de la independencia latinoamericana, el mariscal Mariano Necochea, su tatarabuelo.

Hijo de un matrimonio breve entre un estanciero británico criador de Aberdeen Angus y una cantante irlandesa, concluido de mala manera cuando él era un niño, Richard Benjamín Haymes nació en Buenos Aires en 1916, veinte años antes de que su madre se lo llevara a vivir a Estados Unidos, después de unas temporadas de escape en las que se refugiaron también en Río de Janeiro y París.

Sin abandonar su nacionalidad argentina, ni saber que no volvería a ver a su padre, Dick comenzó a trabajar en Estados Unidos como locutor radial a fines de la década del treinta, pasada ya La Gran Depresión, y a principios de los cuarenta grabó su primer disco, con una versión de “A Sinner Kissed an Angel”, interpretada con la orquesta de Harry James, que hasta meses antes tenía como cantante a Sinatra.

Ese fue el principio de una rápida escalera al éxito: superó el puesto 15 en los charts de “A Sinner…”, consiguiendo el cuarto en 1942 con “Idaho” (ahora con la orquesta de Benny Goodman), y llegó a la cima del éxito en 1943, con “You´ll Never Know” (junto al conjunto The Song Sppiners, más de un millón de discos vendidos) y “I´ll get By” (de nuevo con Harry James).

En ese momento, en lo que era un duelo de barítonos de notable calidad y evidente apostura física, el argentino con nombre anglosajón que encantaba al público femenino y competía por el primer lugar con Sinatra y Bing Crosby, fue capturado por la industria del cine, que fabricaba una película tras otra, en el período de esplendor del llamado star system.

“Le debo a mi madre el haber aprendido a cantar, a Harry James la idea de que cada canción debe ser interpretada con todo el corazón y a Tommy Dorsey el saber respirar mientras canto”, respondió Dick en una entrevista en la era de su apogeo, que abarcaría todos los medios de comunicación de masas, ya que también fue un niño mimado de la televisión, con esa sonrisa que la abría todas las puertas posibles.

De 1943 a 1948, el descendiente de Necochea participó de diez películas mientras hacía esfuerzos de todo tipo por mantener su condición de argentino ya que nacionalizarse estadounidense, como le sugerían los columnistas de la farándula, en notas con tufillos xenófobos, equivalía a tener que aceptar convertirse en soldado en un momento conflictivo, que la historia llamaría después Segunda Guerra Mundial.

No tenía, evidentemente, el mismo temperamento de su tatarabuelo, que integró el Regimiento de Granaderos a Caballo y redactó por orden de José de San Martín el parte del Combate de San Lorenzo, participó y fue herido en las batallas del Frente Norte, se plegó al Cruce de Los Andes, combatió en Chile y Perú, y fue nombrado gobernador de Lima y luego Director de la Casa de la Moneda por el mismísimo Simón Bolívar.

El casamiento de aquel tataranieto de un héroe del sur americano con Hayworth, que venía de tres matrimonios fracasados, uno con el genial Orson Welles, duró dos años de brutal intensidad, en medio de una obsesión por su intimidad del mundo del amarillismo estadounidense, que remarcaba que por ella había dejado a la actriz Joanne Dru, luego de ocho años de convivencia, y que las peleas entre ambos eran constantes y notorias.

En su biografía de 2006 The Life of Dick Haymes, la periodista estadounidense Ruth Prigozy sostiene que la persecución contra la estrella argentina que concretaba el periodismo amarillo era una de las formas de venganza elegidas por un celoso Harry Cohn, cabeza de la Columbia Pictures, que estaba enamorado, sin ser correspondido, de la pelirroja actriz de Gilda, Sangre y arena y La dama de Shangai.

Aunque mucha gente hoy lo ignore, la estrella a la que apodaron “La diosa del amor” también tenía sangre hispánica en sus venas: el nombre real de Rita era Margarita Carmen Cansino y su padre fue un bailarín español llamado Eduardo Cansino Reina, quien le enseñó buena parte de las coreografías que interpretó en las numerosas películas en que la danza le permitió desplegar su notable sensualidad.

Las invectivas de ese periodismo han perdurado, según se desprende del modo en que aún hoy se cuenta el matrimonio: “Se casaron para que el músico no fuera deportado, y él le agradeció el gesto aprovechándose de la fama de la actriz para conseguir contratos”, publicó un medio en una nota sobre ella. “Tras su falsa sonrisa se escondía un hombre egoísta y con la mano muy larga. Se divorciaron el día que Haymes la abofeteó en público”.

Aunque llegó a casarse cuatro veces más y murió en 1980 siendo padre de media docena de hijos, Dick salió completamente averiado de la convivencia con la estrella entre 1953 y 1955: alcanzó a grabar algunos buenos temas en los sesenta, hizo unas contadas apariciones llenas de nostalgia en los setenta, pero la melancolía fue envolviéndolo hasta ahogarlo, mientras nadie podía ignorar que intentaba curar con bebidas sus penas de amor.

En su esplendor, “Haymes tenía todo para desplazar a Sinatra, empezando por una mayor apostura física y por una voz de barítono de una belleza sobrenatural”, escribió sobre su carrera el crítico argentino Diego Fischerman. “En sus comienzos cantó con las mismas orquestas que Sinatra abandonaba -las de Harry James y Tommy Dorsey- y, para muchos, el reemplazante era mejor que el reemplazado.”

Cuando Dick murió en Los Ángeles, en el año previo a la famosa y polémica única visita a la Argentina de Sinatra, en el Carnegie Hall de Nueva York, el astro Mel Torné, cuenta el historiador Daniel Balmaceda, anunció a su público que en esa oportunidad solo interpretaría baladas, seguro de que ese día el mundo había perdido a uno de los grandes del género, aquel porteño hijo de británicos que su país no recuerda.

- T.: Martín Kohan plantea que es un error preguntar “de qué va o de qué se trata” una novela. En algunos casos eso es más fácil identificarlo, pero en "Notas al pie" es bastante difícil. ¿Podrías definir vos de qué habla?

- J.M.: En este caso no hay que hablar del argumento, o de los personajes, o de qué pasa, sino de la trampa. Muere un escritor, publican sus cuentos póstumos, su discípulo hace las anotaciones y el prólogo, pero resulta que mientras lo va haciendo va abandonando las notas eruditas para pasar a contar confidencias y revelaciones vinculadas a su relación con el escritor. El libro viene a hacer creer que son cuentos y luego se convierte en una novela. La novela trata de eso: el cambio de género. Esa es la trampa.

- T.: En varios tramos de la novela aparecen el deseo, el amor y la belleza, conceptos que a simple vista son “positivos”. Sin embargo, vos los tratás con cierta complejidad, los relativizás. ¿Con qué objetivo hacés ese procedimiento?

- A.D.: Es como lo que vemos en los mitos, en donde los dones tienen su precio, un precio tremendo. El precio de la belleza, por ejemplo, aparece en mis libros. La belleza tiene una desgracia, un costo. Son cosas que yo he visto en la vida real. La vida de la mujer hermosa, por ejemplo. Siempre esas ideas vienen complicadas desde el punto de vista clásico, ¿no? Por ejemplo, cuando dos quieren a uno. Yo trato, igual, de no mezclar temas o problemáticas actuales con asuntos más clásicos. Me gusta más jugar con asuntos de mitos clásicos de la literatura. Mis personajes favoritos de esta novela son mujeres: como la maestra, que aparece como muy sensual, y al mismo tiempo, casi paralelamente, con una inteligencia exuberante.

- T.: También hay mucho de la sabiduría y de la vejez. ¿Cómo te llevás con estas ideas?

- A.D.: Con la sabiduría bien, con la vejez mal (risas). La vejez suele ser un inconveniente para la sabiduría: el cerebro empieza a reaccionar con más lentitud, el reconocimiento de estupideces empieza a flaquear. Hoy no tengo más remedio que asumir mi condición de viejo, ya que así lo dice el almanaque. Y no es que me he vuelto estúpido, eso ya venía de antes. Tuve una larga tradición de estupidez juvenil que me ha ayudado muchísimo en estos años a cristalizar mi condición de viejo. He conocido a hombres que siendo más jóvenes levantaban tierra con sus suspiros, y ahora están perdiendo un poco de gracia. Y cuando una persona no se da cuenta que ha perdido la gracia y trata de ejercerla, es patética. Un síntoma de decadencia es empezar a reírse demasiado. O estar amargado todo el tiempo. Es difícil congraciar la sabiduría y la vejez. Eso que aparece en los cuentos, especialmente en los cuentos con moraleja... Eso nunca lo vi en la vida real. Los viejos sabios que yo he conocido eran sabios a pesar de que eran viejos, no porque eran viejos.