En el extremo apático de esta pandemia hay quien la soslaya a través de la contabilidad de los infectados. Aparece en un devenir de números mediante un graph al pie de nuestras pantallas de televisión o en el deslizante Twitter e Instagram. Un enunciado de estadísticas, actualizaciones online de infectados y muertos; además de todo tipo de tele/ciber personajes que postulan un fárrago de medidas precautorias que nos llevan a listas de procedimientos de relación, de productos imprescindibles, de normas de higiene, de trámites para desplazarse, llegando hasta la más humilde lista de supermercado.

El infectado no es uno de noso-tros. Es otro convertido en número (no en enumeración), lo cual ayuda a alivianar la situación. Pero lo novedoso de la pandemia es que ese otro potencialmente puedo ser yo. Y yo ser un riguroso incremento en el número de la estadística y pasar al anonimato relativista del etcétera.

Todo es mesurable y esa lógica de enumeración construye un relato de la infografía de nuestras pantallas carente de nombres y rostros, producto de un mundo globalizado y sobreinformado. Esta es la capacidad de los medios tecnológicos de distribuir data en un tiempo menor al tiempo real necesario para adquirirla.

En los pliegues de esta realidad sobreinformada, se ocultan las fakes. Esta producción de noticias falsas coexiste fundamentalmente con las informaciones de origen verificable gracias a otra circunstancia coetánea a los virus reales: la viralización a través de dispositivos ciberespaciales. Un flujo de información de fuente desconocida y de intenciones indescifrables. La Organización Mundial de la Salud la ha denominado infodemia. La define como una "información inexacta y sobreabundancia informativa falsa” con una “rápida propagación de ésta entre los medios y las personas sobre una enfermedad o problema de salud público, paralelamente a su propagación o evolución".

En un contexto como el nuestro, un mundo de pantallas manipuladas de forma hegemónica, su núcleo decisorio no puede decirse inocente. La lista como relato es el agente portador de la fake y habilita la infodemia. Opera en la narración histórica dejando al individuo reducido a un etcétera.

Una gripecita

Es la sociedad del espectáculo de la que hablaba Guy Debord donde irrumpe Donald Trump y nos envuelve en un cúmulo de cifras que disuelve miles entre millones. No es nada, una gripecita, enuncia, como sesuda reflexión de estadista. ¿Esto no es infodemia estatal?

La presunta inocencia administrativa de la cual se autoproclamaba Adolf Eichmann, de quien Hannah Arendt dice que hizo lo que hizo actuando como un burócrata, como un simple agente eficiente del Estado, solo guiado por la pulsión de cumplir con su deber en forma eficaz, en un ajustado y perfecto ejercicio contable.

La actitud de Trump es análoga a la decisión política del genocida. Por definición una forma organizada de matanza de un conjunto de personas con el objetivo explícito de ponerle fin a su existencia colectiva. Si el control de la comunicación se considera estratégico: ¿no es lo mismo?

Se pone todo en números y se disuelve al otro, lo abstrae, lo relativiza: “¿Qué es una lágrima en la lluvia?”, se preguntaba Philip K. Dick. La eliminación de la identidad del doliente y su inmersión en data: ¿no pone en riesgo la empatía? La solidaridad de la cual habla el presidente Alberto Fernández navega sobre el mar de pixeles y audios llamado infodemia.

Esta información falaz y ausencia de empatía fue prédica y práctica del dictador Jorge Rafael Videla, quien decía: "Frente al desaparecido, en tanto éste como tal es una incógnita... no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido, frente a eso no podemos hacer nada".

Pero allí donde unos veían la abstracción, otros ven la realidad. La historia exigirá rigor y transparencia en el relato. Necesitamos algo parecido a la certeza de cuántos y quiénes. Y si bien el horror está más presente en el testimonio de los sobrevivientes que en la exactitud de los números, saber cuántos y quiénes se convierte en obsesión. Un padeciente sabe de esa obsesión.

En la historia el peligro son los relativistas. La solidaridad tal cual está planteada por nuestro Estado refiere a un padeciente actual por quien yo, o un otro, tenemos responsabilidad y podemos hacer algo.

Los relativistas de las pantallas desarrollan un constructo riguroso de números relativos a escala global que empequeñece la gravedad de que sucede en la vecindad, donde la gravedad de la enfermedad y la muerte no es un número. Afecta la empatía que impulsa la voluntad humana hacia la transformación de las fuerzas naturales que nos son adversas.

Me quedo con una reflexión de Albert Camus: "Uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen".

Luis Campos

Profesor titular de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires (FADU-UBA).

Magíster en Diseño Comunicacional