“Acá estamos para juzgar un hecho, no para investigarlo”, aclaró con lógica irrefutable el fiscal de Cámara Julio Rivero, en un tramo del alegato que se extendió casi tres horas, en la mañana del martes.
Era una manera de justificar lo que haría sobre el final de su exposición, pedir la absolución de Marcelo Macarrón por el delito de crimen por encargo.
Esa figura, la del homicidio agravado por precio o promesa remuneratoria que heredó de su antecesor, el fiscal de Instrucción Luis Pizarro, nunca convenció a Rivero.
El pretendido sicario tambaleaba y se caía a pedazos cada vez que algún forense afirmaba que la autopsia de Nora Dalmasso revelaba que tuvo relaciones sexuales consentidas.
¿Por qué, entonces, se prestó a un extenuante proceso sin tratar de modificar el rumbo?
Es cierto que un fiscal de Cámara no tiene la obligación de investigar en pleno juicio, pero sí puede cambiar la acusación y ceñirla a la figura que considere más apropiada.
En su alegato, sugirió que la calificación legal que mejor le calzaba al traumatólogo riocuartense era la de encubrimiento agravado, en complicidad con otras dos personas a las que mencionó con nombre y apellido: su vocero Daniel Lacase y la expareja del abogado laboralista, Silvia Magallanes.
También está entre las atribuciones de un fiscal idóneo la de indagar a los testigos con sagacidad.
También está entre las atribuciones de un fiscal idóneo la de indagar a los testigos con sagacidad. Rivero la tiene, al menos ha dado sobrada prueba de ello en otros juicios penales celebrados en la ciudad.
Sin embargo, en el juicio que acaba de concluir, el fiscal mostró una apatía y una falta de iniciativa que resultaron difícil de entender al menos a este periodista.
El carácter avasallante del abogado defensor Marcelo Brito, la verba florida y la falta de pruritos para asediar a testigos incómodos y achacarle a la prensa la responsabilidad por las sospechas que pesan sobre su cliente parecen haber intimidado al fiscal que, desde el inicio del juicio, se refugió en un rol tangencial.
Quien haya seguido con cierta periodicidad la causa judicial recordará todo lo que Brito hizo para apartar del camino al fiscal que tomó como bandera la prueba genética y puso a Macarrón al filo de ir a juicio como autor material del crimen de su esposa.
Sin embargo, cuando la acusación mutó y el nuevo fiscal -Pizarro- desechó la prueba genética y se embarcó en la hipótesis del sicario, Brito acató la decisión de ir a juicio, a sabiendas de que iba a ser prácticamente imposible demostrar una acusación atada con alambre.
Hábil declarante, el veterano letrado se preocupó en mostrar lo que era una inteligente (y arriesgada) estrategia como el gesto magnánimo de su cliente que aceptaba someterse a juicio, cansado de ser señalado con el dedo.
Decimos que la jugada entrañaba cierto riesgo porque podría haber saltado por los aires si el fiscal le hubiera atribuido a la prueba genética la misma importancia que le dieron, por ejemplo, los forenses que examinaron el cuerpo de la víctima.
Pero nada de eso sucedió en los casi cuatro meses que se extendió el juicio por jurados. Rivero fue el primero en ridiculizar al bioquímico que obtuvo las muestras sobre la vulva. Lo calificó, peyorativamente, como “un policía que también era bioquímico” y renunció a ir por esa o por cualquier otra hipótesis que no fuera la del sicario. Así, un juicio que no aportó (ni buscó) nueva prueba trajo alivio al único acusado y a sus hijos que -justo es recordarlo- siempre proclamaron la inocencia de su padre.
La verdad sobre lo que sucedió aquella infame madrugada del 25 de noviembre de 2006 en la Villa Golf sigue tan lejana como antes de iniciarse el juicio.
Por desidia, por desinterés o por el motivo que el lector o la lectora juzguen más apropiado, la sensación que quedó flotando en tribunales es de que se dilapidó una valiosa chance para que el crimen de Nora no quede impune.
Alejandro Fara. Especial para Puntal
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