La situación económica de los jubilados en Argentina es crítica. Muchos, al cobrar una pensión mínima que no cubre las necesidades básicas, se ven obligados a seguir trabajando. Otros tienen el “hábito”, la “costumbre”, inclusive la necesidad de “hacer algo y no quedarse quieto” y trabajan de lo que hicieron toda su vida.
“68 años y 50 de zapatero”
Son las 8 de la mañana, pleno movimiento en el centro de la ciudad de Río Cuarto. En calle Cabrera, una pequeña puerta de color gris enrejada, con un cartel que dice “abierto”, es visitada por clientes. Padres e hijos, familias completas que cada vez que se daña un zapato, tienen la solución allí.
Fernando tiene 68 años y cincuenta de zapatero. Al igual que su papá, por lo que desde chiquito la vida lo llevó a este oficio. Trabajaba de lunes a domingos, entre diez y doce horas si la demanda se sostiene. “No había noción del tiempo; a veces arrancabas a las 4 de la mañana y otras terminabas a esa hora”, dice Fernando.
En verano, los pedidos son escasos. La temporada alta es en invierno. Su taller está al lado de lo que fue hace varios años la tienda de artículos para zapateros en la ciudad. Su papá era el propietario. Fernando junto a su hermano empezaron a trabajar allí, pero los costos de los servicios e impuestos eran altísimos y decidieron mudarse al lado. Un espacio pequeño, sencillo pero perfecto para un taller. No se cuestiona si le gusta serlo o no: es lo que heredó de su papá. “Tenía conocimientos y herramientas, porque en la tienda vendíamos cada insumo necesario para el trabajo, todo lo que era para el taller de calzado”, expresa Fernando. Desde pibe, volvía de la escuela y llenaba estantes con los pedidos de los clientes para ganar la moneda”, dice el zapatero.
Él no fabrica, arregla de manera artesanal. Su ganancia depende de la época, de la estabilidad económica, de la demanda. “Nunca me faltó trabajo”, dice mientras toca el recibimiento de madera, como símbolo del “toco madera”.
Trabajan de lo que les apasiona, de lo que heredaron de sus padres y de lo que hicieron desde pibes para ganarse la moneda. Del oficio que les permitió ser el sostén familiar.
Mirando al costado donde está sentado, señala un estante y recuerda: “Acá había un doble estante, de dos metros setenta, siempre lleno de pedidos y el lunes quedaban sólo dos paquetes. Ahí fue el fuerte, hace varios años; hoy en día se trabaja”.
Con su oficio, crió a sus seis hijos; hoy ya es abuelo. “Yo ahora ya estoy tranquilo, trabajo para que no falte la moneda para comer, pagar los impuestos y seguir para adelante”, dice Fernando, quien ya se jubiló pero que sigue trabajando en su taller. Su casa, donde vive junto a su mujer, está conectada con el taller.
Uno necesita despejar, quiere ver otras cosas. Tengo el deseo de viajar”, dice Fernando, quien en su local colocó un cartel que señala que va a suspender el trabajo por un mes. “Hace 25 años que no me tomo vacaciones; hoy me doy cuenta de que es algo que me pide el cuerpo, de tomarme ese descanso que hace años no lo hago.
Después de la pandemia, le agarró un ACV. “Ahí me achiqué mucho, me asusté. Quedan secuelas; ya no me exijo con los horarios como antes. Cuando el cuerpo dice basta, yo termino y lo dejo. Ya no me obligo más”, expresa Fernando, quien ya hoy poco a poco va dejando algunos trabajos que demandan más tiempo.
Volver a crear luego de un incendio
En el sector sur de la ciudad, calle Pasaje Decouvette, Edith coloca su cartel afuera de su casa. Escrito con tiza blanca: “Docena de huevos $2400”. Ella es jubilada como empleada textil, con 27 años de aporte en la industria textil Asma. Fue la primera empleada, de 35 que tenía la fábrica riocuartense, y sólo cuatro de ellos eran hombres. Hoy, con 66 años, continúa con su amado oficio, lo que le apasionó toda su vida. “Amo crear, es un desafío cada vez que viene una clienta a pedirme confeccionar alguna prenda”, expresa la mujer con una enorme sonrisa.
Su taller está en su casa; poco a poco volvió a tomar forma, con mucho esfuerzo y solidaridad de sus clientas, que ya hoy son sus amigas, después de verlo envuelto en llamas, pensando que lo había perdido todo. Pero la vida le dio su revancha, y con su simpatía y su dedicación, sus clientas, vecinos y familiares organizaron un té tómbola para reunir dinero y poder volver a empezar. “Me han ayudado muchísimo. Fue una de las escenas más duras que viví, estaba muy mal, sentía que había perdido todo lo que poco a poco había construido”, dice Edith, quien aún se emociona recordando lo sucedido. Y relata con la voz entrecortada una anécdota que guarda en su memoria: “Un día cayó una chica y me dice si le podía hacer el ruedo del pantalón; yo no tenía nada, había perdido absolutamente todo. Le dije que no y ella volvió con el pantalón, el hilo, las agujas y una tijera. Ahí empecé de nuevo y dije: 'Yo tengo que seguir, esto es lo mío'. No sé si podría dejar de trabajar, salvo que la salud me lo impida”.
Trabajan de lo que les apasiona, de lo que heredaron de sus padres, de lo que hicieron desde pibes para ganarse la moneda. Del oficio que les permitió ser el sostén de su familia. Con su trabajo, su dedicación y su simpatía lograron conquistar a quienes se llegan cada vez que necesitan de ellos, incluso de generación en generación.
Siguiendo con su rutina, aunque el cuerpo y los años pesan, ellos todas las mañanas abren las puertas de su negocio, atienden a sus clientes, convencidos de lo que aman desde hace pilas de años.
La historia de Edith y Fernando es un reflejo de la realidad de otros que apuestan en el trabajo como una forma de esperanza de vida, dejando en claro que los años son sólo un número y que ser “jubilados activos” es parte de un paradigma social.
Con ayuda de su familia, vecinos y clientes, Edith logró volver a empezar.