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Memoria desgarradora (y luminosa) de la África profunda

Exiliado en Francia a causa del genocidio del pueblo tutsi, la primera novela de Gaël Faye se ha transformado en un éxito editorial. Escrito desde la mirada de un niño de diez años, el relato nos interna en una ciudad caótica de una nación ingobernable, donde la solidaridad es el único antídoto para el dolor

El día que cumplió 33 años Gaël Faye, un rapero radicado hace más de 20 en Francia, sintió que había llegado el momento de regresar por primera vez a su país, Burundí, en el corazón del Africa Oriental.

Ese día, solo y con un vaso de whisky en la mano, Faye está sentado en un bar con la mirada clavada en el noticiero. En la TV hay imágenes de niños muertos de hambre que huyen de la guerra en embarcaciones hacia Europa. “Esas imágenes hablan de lo real pero no de la verdad. Quizás esos niños la escriban algún día”, piensa el protagonista. Es el empujón que necesita para embarcarse él mismo en un viaje inverso al de esos seres desesperados, el viaje que lo devolverá por un puñado de días a su pequeño país.

A su regreso de ese periplo en 2015, Faye escribió sus memorias, un libro desgarrador y a la vez luminoso que se zambulle en los ajetreados años de su infancia.

Publicado al año siguiente en Francia, la ópera prima de Faye generó un aluvión de ventas y recibió premios a raudales. La llave del éxito editorial es tan vieja como la frase ‘pinta tu aldea y pintarás el mundo’.

A esa vieja fórmula, el rapero le agregó un ingrediente propio: la decisión de no machacar en el horror.

Si la materia prima del relato inevitablemente va a estar teñida por el dolor, entonces no hace falta que el foco esté puesto ahí.

En los ojos de Gabriel, un chico de diez años, recorremos la etapa más brutal de una zona que a mediados de los años 90 fue asolada por el genocidio de una raza completa, los tutsis.

Gabriel es el hijo de un francesito de ojos claros que, en belleza, no le llega a la suela de las sandalias a su esposa Yvonne, una morena de piernas largas y delgadas “que hacían asomar fusiles en la mirada de las mujeres y entreabrían persianas en la de los hombres”.

Vienen de mundos distintos, no terminan de encajar. Su padre se aventuró en tierra exótica y la habilidad con los negocios le aportó un holgado nivel de vida que jamás podría alcanzar en Francia. Su madre -de origen tutsi- se exilió de la vecina Ruanda para salvar su vida. Conoce la inestabilidad de una geografía donde conviven un rosario de países siempre a punto del estallido.

Más lúcida que su marido, anhela un segundo exilio y cuenta con un salvoconducto para eso: tanto ellos como sus hijos ya tienen nacionalidad francesa.

Pero el éxodo familiar no se produce y, cuando los acontecimientos se precipiten, ya será tarde para una huida conjunta.

Por aquellos años -y hasta estos días- esa zona del África era terreno abonado para magnicidios y matanzas.

Todo eso está presente en las 219 páginas de “Pequeño país” y  sin embargo la lectura en ningún momento se percibe asfixiante.

Más bien, todo lo contrario.

Hay vitalidad, color y hasta poesía en la escritura de Faye, acaso porque como él mismo lo advierte en el prólogo, la poesía no es información; sin embargo, es lo único que el ser humano retendrá de su paso por la tierra.

En un mundo de adultos agobiados, los protagonistas de “Pequeño país” son los niños. Junto a una pandilla que se reúne todas las tardes en la carrocería abandonada de una combi, Gabriel empieza a familiarizarse con los riesgos.

Sus cartas parecen marcadas de antemano, tarde o temprano acabará reclutado por uno de los bandos.

Frente a una sociedad radicalizada por el odio racial, la mayoría de sus amigos ya planea unirse a los grupos armados que dominan las barriadas. Él no.

Gabriel -o Gaël- no siente que esa sea una opción para él.

De manera fortuita, una vieja vecina pone en sus manos uno de los cientos de libros que atesora en su biblioteca. Gabriel lo lee en una noche, con la ayuda de una linterna. A partir de ese día, iniciará con la anciana un tráfico literario incesante y transformador.

Mientras su pandilla se rendía frente a la adrenalina de las armas, él se extraviaba en las lecturas y empezaba a correrse del destino funesto que su país parecía reservarle.

En Burundí un niño de diez años puede alardear de tener cierta veteranía, pues la esperanza de vida de ese castigado país africano ronda los 57 años.

La voz de Gabriel es la de un veterano curtido en mil batallas. Las imágenes que evoca en “Pequeño país” encierran más verdad que las que transmite en tiempo real el noticiero de la tarde, en un bar francés.

P.D.: En las redes sociales de Gaël Faye se informa que por estos días “Pequeño país” está siendo adaptada al cine. En una de las fotografrías en Twitter, se lo ve al autor de estas entrañables memorias acompañado de cuatro niños que interpretarán a la pandilla de amigos. 

Alejandro Fara

Redacción Puntal




Próxima entrega:

-Lunes 25 de febrero: Una 

educación, de Tara Westover.