Para venderles esta flamante entrega de lecturas de verano, tomaremos prestado, distinguidos lectores, uno de los personajes de los cuentos de Jorge Abel Muñoz: el veterano que ofrece baratijas en los colectivos, un verdadero tiburón del merchandising, un laburante del sistema límbico de los pasajeros. Ese capaz de tomar una lapicera gris en sus manos y convertirla en un cohete a chorro de tinta.
Río Cuarto |
Nada contra qué chocar
El primer libro de relatos que publica Muñoz es un compendio de personajes desquiciados. Humor filoso y una observación minuciosa son la receta que aplica el premiado escritor bonaerense
Con el coche en movimiento, lo vemos treparse por la escalerita del bondi, y después de arrimarse al chofer y decirle algo por lo bajo en tono más bien humildón, se da vuelta en el pasillo y enfrenta a su público transformado en otro. Ya no quedan rastros de timidez. Es un tipo jugándose el puchero, alguien dispuesto a entregarse el todo por el todo. De la mochila negra con bordes gastados asoma la insuperable oferta del día, unos libritos del tamaño de una tablet que a simple vista arañan las cien páginas.
Antes de manotear uno de los ejemplares y exhibirlo asiento por asiento, empieza su estudiada performance. Dice que en este imperdible material literario que nos trae hoy, conoceremos una de las nuevas voces del panorama narrativo nacional, alguien formado en los más prestigiosos talleres literarios del país. Un muchacho que antes de cumplir los 40 puede congratularse de haber pasado por las clases de escritores de la talla de Guillermo Saccomano, Liliana Hecker y Juan Forn.
El tiburón, consciente de que el pasaje empezó a dedicarle algunas miradas de reojo, saca el producto de la mochila, lo toma con una mano y después con la otra pasa las páginas en un flash. Lo que podría parecer una debilidad, su extensión tirando a breve, él la transforma en virtud.
Dice que las 120 páginas del ejemplar lo convierten en el producto literario ideal para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero. Que no encontraremos en el mercado otro ejemplar más cómodo para aliviar las tórridas tardes de verano, en la playa o en la pileta. Pero como si esto fuera poco, en ese puñado de páginas, dice, el lector voraz se topará con la friolera de 18 cuentos. Escucharon bien, nada menos que 18 piezas del humor más ácido y sugerente que podamos encontrar hoy por hoy, recalca.
Como algunos empiezan a impacientarse y ya miran hacia las ventanillas, el tipo olfatea que va siendo hora de ir develando la incógnita. Dice que el libro que hoy nos convoca se llama Nada contra qué chocar, y que fue escrito por Jorge Abel Muñoz, un joven del que seguramente tendremos noticias nuevamente cuando termine de redactar la novela a la que le está dando forma. Remarca que lo publicó una editorial alternativa y promisoria -Ediciones La Parte Maldita, en 2016- y, antes de tentar suerte entre los viajeros, agrega que esos cuentos breves se alzaron con el Segundo Premio del Fondo Nacional de las Artes.
Fin del pasaje.
Ahora, liberemos a nuestro amigo y echemos una mirada al interior del “artefacto”.
* * *
En Las trayectorias, uno de los 18 cuentos de Nada contra qué chocar, el vendedor de baratijas -el que acabamos de tomar prestado- ofrece libros en formato digital. Cientos de obras de la literatura universal condensadas en un cd que el audaz vendedor ofrece a sólo diez pesos.
La ganga pone de los pelos a uno de los pasajeros, el “Señor Martínez”. Martínez ha visto con impotencia cómo desaparecieron los rollos de las cámaras fotográficas, y cómo los cines fueron transformándose en templos evangélicos por culpa del VHS. Ha soportado estoico los cambios más drásticos, pero no está dispuesto a aceptar que los libros pasen a mejor vida. El malhumor va en aumento y, con una oreja, prestamos atención al vendedor que sigue enumerando las bondades de tener una biblioteca entera en la palma de la mano, pero con la otra oreja no podemos dejar de seguir los pensamientos de Martínez, decidido a ponerle freno a semejante atropello.
Cada anécdota en Nada contra qué chocar es una pincelada de 4 o 5 páginas. Muñoz ha dicho en una entrevista que suele escuchar que sus cuentos son de mecha corta, y agrega que a él le gusta pensar que el sonido de esa mecha es el telón de fondo de sus relatos.
Es en los momentos de máxima tensión cuando el humor de Muñoz se mueve como pez en el agua. En Profeta, un muchacho sale de la farmacia con ácido fólico y enfila para la oficina con el encargo que le hizo su novia, dispuesto a darles la noticia a sus compañeros de trabajo. Allí se encuentra con Fonseca, uno de los más antiguos, que llega azorado por las noticias de un tsunami en medio oriente. Antes de que el oficinista se despache con la buena nueva, Fonseca descarga en cadena las calamidades que acechan al planeta (“Esta especie, la humana, es un virus milenario que tiene este planeta, pibe”, le dice Fonseca) y el ánimo del futuro padre se va resquebrajando.
En varios de los relatos, la voz cantante la llevan los más chicos. En Avalancha, Diego, un pibe de once, sueña con emular al Diego con mayúsculas. Se toma cada picado como la final de la copa del mundo, le copia al ídolo cada movimiento y hasta entrena la mano así algún día puede copiarle el gol a los ingleses.
Hay otra vertiente de cuentos que ilustran viajes alucinógenos. En Frito y el copiloto, un cocainómano en recuperación intenta convencer a su amigo de que finalmente ha alcanzado el equilibrio en su vida. Para eso, el Frito que le da nombre al cuento se muda a un pueblo desértico, un lugar caído del mapa, donde aunque quisiera no encontraría nada contra qué chocar.
* * *
El libro de Jorge Abel Muñoz se lee de una sentada y no hay modo de seguir sus relatos sin soltar una carcajada desubicada. Esa advertencia acaso se le olvidó a nuestro amigo, el tiburón de los colectivos, pero no viene mal tenerlo en cuenta. Están avisados.
Alejandro Fara
[email protected]
Antes de manotear uno de los ejemplares y exhibirlo asiento por asiento, empieza su estudiada performance. Dice que en este imperdible material literario que nos trae hoy, conoceremos una de las nuevas voces del panorama narrativo nacional, alguien formado en los más prestigiosos talleres literarios del país. Un muchacho que antes de cumplir los 40 puede congratularse de haber pasado por las clases de escritores de la talla de Guillermo Saccomano, Liliana Hecker y Juan Forn.
El tiburón, consciente de que el pasaje empezó a dedicarle algunas miradas de reojo, saca el producto de la mochila, lo toma con una mano y después con la otra pasa las páginas en un flash. Lo que podría parecer una debilidad, su extensión tirando a breve, él la transforma en virtud.
Dice que las 120 páginas del ejemplar lo convierten en el producto literario ideal para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero. Que no encontraremos en el mercado otro ejemplar más cómodo para aliviar las tórridas tardes de verano, en la playa o en la pileta. Pero como si esto fuera poco, en ese puñado de páginas, dice, el lector voraz se topará con la friolera de 18 cuentos. Escucharon bien, nada menos que 18 piezas del humor más ácido y sugerente que podamos encontrar hoy por hoy, recalca.
Como algunos empiezan a impacientarse y ya miran hacia las ventanillas, el tipo olfatea que va siendo hora de ir develando la incógnita. Dice que el libro que hoy nos convoca se llama Nada contra qué chocar, y que fue escrito por Jorge Abel Muñoz, un joven del que seguramente tendremos noticias nuevamente cuando termine de redactar la novela a la que le está dando forma. Remarca que lo publicó una editorial alternativa y promisoria -Ediciones La Parte Maldita, en 2016- y, antes de tentar suerte entre los viajeros, agrega que esos cuentos breves se alzaron con el Segundo Premio del Fondo Nacional de las Artes.
Fin del pasaje.
Ahora, liberemos a nuestro amigo y echemos una mirada al interior del “artefacto”.
* * *
En Las trayectorias, uno de los 18 cuentos de Nada contra qué chocar, el vendedor de baratijas -el que acabamos de tomar prestado- ofrece libros en formato digital. Cientos de obras de la literatura universal condensadas en un cd que el audaz vendedor ofrece a sólo diez pesos.
La ganga pone de los pelos a uno de los pasajeros, el “Señor Martínez”. Martínez ha visto con impotencia cómo desaparecieron los rollos de las cámaras fotográficas, y cómo los cines fueron transformándose en templos evangélicos por culpa del VHS. Ha soportado estoico los cambios más drásticos, pero no está dispuesto a aceptar que los libros pasen a mejor vida. El malhumor va en aumento y, con una oreja, prestamos atención al vendedor que sigue enumerando las bondades de tener una biblioteca entera en la palma de la mano, pero con la otra oreja no podemos dejar de seguir los pensamientos de Martínez, decidido a ponerle freno a semejante atropello.
Cada anécdota en Nada contra qué chocar es una pincelada de 4 o 5 páginas. Muñoz ha dicho en una entrevista que suele escuchar que sus cuentos son de mecha corta, y agrega que a él le gusta pensar que el sonido de esa mecha es el telón de fondo de sus relatos.
Es en los momentos de máxima tensión cuando el humor de Muñoz se mueve como pez en el agua. En Profeta, un muchacho sale de la farmacia con ácido fólico y enfila para la oficina con el encargo que le hizo su novia, dispuesto a darles la noticia a sus compañeros de trabajo. Allí se encuentra con Fonseca, uno de los más antiguos, que llega azorado por las noticias de un tsunami en medio oriente. Antes de que el oficinista se despache con la buena nueva, Fonseca descarga en cadena las calamidades que acechan al planeta (“Esta especie, la humana, es un virus milenario que tiene este planeta, pibe”, le dice Fonseca) y el ánimo del futuro padre se va resquebrajando.
En varios de los relatos, la voz cantante la llevan los más chicos. En Avalancha, Diego, un pibe de once, sueña con emular al Diego con mayúsculas. Se toma cada picado como la final de la copa del mundo, le copia al ídolo cada movimiento y hasta entrena la mano así algún día puede copiarle el gol a los ingleses.
Hay otra vertiente de cuentos que ilustran viajes alucinógenos. En Frito y el copiloto, un cocainómano en recuperación intenta convencer a su amigo de que finalmente ha alcanzado el equilibrio en su vida. Para eso, el Frito que le da nombre al cuento se muda a un pueblo desértico, un lugar caído del mapa, donde aunque quisiera no encontraría nada contra qué chocar.
* * *
El libro de Jorge Abel Muñoz se lee de una sentada y no hay modo de seguir sus relatos sin soltar una carcajada desubicada. Esa advertencia acaso se le olvidó a nuestro amigo, el tiburón de los colectivos, pero no viene mal tenerlo en cuenta. Están avisados.
Alejandro Fara
[email protected]