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Río Cuarto de frente y de perfil: Quién te ha visto... y quién te ve

Dentro de unos meses, la augusta ciudad de Río Cuarto será noticia con motivo de cumplirse ciento cincuenta años de la efectiva llegada del ferrocarril en 1873. Esto es, entre otras cuestiones, un antes y un después que determinaría el sostenido crecimiento que, con sus cuitas de pesares y alegrías, se ha mantenido hasta nuestros días. La espaciosa estación del Ferrocarril Andino (1875) es un emblema de ese pasado de escasos vestigios. Eso sí, había enormes extensiones de campo abierto, y mucho bosque de algarrobos y caldenes. También, pocos ricos, muchos pobres, unos cuantos esclavos…

Paulatinamente, la otrora Villa Real de la Concepción irá cambiando su fisonomía en los más variados aspectos de su vida social, política y comercial. Casas precarias de adobe, con grandes patios, huertas y establos fueron la tónica, dentro de una rutina despareja entre pudientes y desposeídos. Permanentes migraciones de mercaderes y arreos hicieron del poblado un lugar de paso, entre malones y luchas mal resueltas. Tras la paz arbitraria con los Ranqueles, el arribo de contingentes inmigratorios europeos, traerán consigo oficios poco practicados y mano de obra calificada que se expresará, por ejemplo, en las edificaciones con sus ornamentos, carpinterías y herrajes. Atrás quedará aquella aldea chata, desaliñada y poco atractiva que alguna vez el propio Domingo F. Sarmiento desairó sin empacho, paradójicamente, el mismo hombre sustancial en algunas facetas que mostrará nueva urbe en la década siguiente. Los indios traficando “riquezas” del desierto por tabaco y aguardiente; el trabajo de sol a sol del pobrerío; las misas cuando había cura; y esos largos domingos de boliche a pura ginebra, taba, naipes y cuadreras.

Hasta allí, el convento e iglesia de San Francisco Solano y el incipiente Hospital de Caridad se distinguían entre las construcciones más salientes. Los frailes fueron algo así: como la mano de Dios al alcance. Los almacenes de ramos generales y barracas de Ambrosio Olmos y de Salvador Jorba harán la punta y fortuna, con edificios casi palaciegos de dos plantas, junto a la fantástica casona de Bernardo Lacase, llamarán la atención de los ocasionales visitantes, aun con su calle de tierra y la carencia de servicios fundamentales. En la parte pública, serán los edificios del viejo Banco Provincial y del Banco de la Nación de bello estilo colonial, frente a una plaza principal con pocos atractivos hasta la instalación de una fuente de agua (hoy en la Plaza Racedo), más, el amplio y activo Mercado Progreso de cuatro accesos para la entrada y salida de la producción genuina, la Iglesia Parroquial y el Hotel de los Ingleses, los que romperán la monotonía. Todos ellos, levantados con alarifes de propio cuño. En tanto, ¿Córdoba la llana?, bien gracias; siempre nos miró de lejos y esquilmó los recursos. Justamente, por un intento segregacionista vino el mote: “¡que se creen esos, que son un Imperio! Y sí, pedanterías a un lado, crecimos en el imperio de las carencias, imperio de las luchas fraticidas, y por qué no: del imperio ranquelino también…

Administraciones

Las sucesivas administraciones municipales de Indalecio López, Alfredo Boasi, Bernardo Madré Lacase, de predominio autonomista, propiciarán sensibles mejoras con el adoquinado de las calles, provisión de agua e iluminación pública a gas de carburo. Con algunos providenciales con títulos de grado, ingenieros o médicos, y ganas que llegaron para quedarse como Jorge Dinkeldeim, Eduardo de Saint Remy Urban, Gumersindo Alonso o Carlos Gaudard, quienes dejaron marcas perecederas con su quehacer privado y comunitario. Después arribaron muchos más y arriesgaron quedarse. Primero fue cosa de gringos, después, ya mezclados, pasó a ser cuestión de todos.

Con la llegada del Siglo XX nuevas moles mutarán la fisonomía hacia construcciones públicas monumentalistas: la Escuela Normal, el Palacio de Justicia, el Banco de Córdoba, el Correos y Telégrafos, el Banco Hipotecario, las cinco afortunadamente sobreviven. En lo privado, será otro hito el todavía activo Molino Werner. El formidable proyecto del intendente Vicente Mojica trajo consigo la construcción del Palacio Municipal, la Asistencia Pública (actual Concejo Deliberante), el Matadero Municipal, los tres mercados abastecedores, sigue en pie el Mercado Central (hoy Viejo Mercado), los otros dos fueron malvendidos; sumado el Parque Sarmiento. Allí apareció ese eufórico que nos llamó “la barcelonesa del Sur”. El servicio de agua y cloacas, si bien nada más para el centro, harán al salto cualitativo en la salud, higiene y calidad de vida de entonces. El hormigonado de las calles céntricas potenciará la postal de una ciudad en constante crecimiento comercial. Con el Colegio Nacional los muchachos de la alta sociedad tuvieron más ganas de ir a la universidad, y de volver. Nació el intelecto propio, tan venido a menos, aparecieron poetas, músicos, pintores, diarios y revistas. Las retretas en la plaza, los bailes de élite en el Club Social y los bailongos y piringundines reos hacia las orillas. Ciudad mundana, cortejando más con el tango y los carnavales porteños que con las cosas propias del criollismo.

En la década de los años cincuenta será propicia para los dos primeros rascacielos: el Grand Hotel y edificio Delta, en tanto, la prosperidad industrial mostrará un ícono: la Oleaginosa Río Cuarto; con otras fábricas menores de metalmecánica, juguetes, alimentos, todos por iniciativa privada. Algunos, con poder, consagraron que el ajetreo mercantil y los servicios “es lo nuestro”, no hay indicios de marcha atrás, las chimeneas no fueron “ni serán lo nuestro”. Por eso, cuando uno atraviesa los parques industriales no se da cuenta, claro, no hay ruidos ni gente laborando. Es decir, nos aturde el silencio.

Los setenta

Alboreando los años setenta, como parte de una epopeya popular, se inauguró la Universidad Nacional de Río Cuarto, abriéndose en adelante un camino ilimitado y un futuro imposible de mensurar. Cientos de profesionales han enaltecido el panorama intelectual y profesional, regional, nacional e internacional, pródigo de conquistas y halagos que nos han hecho merecedores de la educación pública, tan injustamente denostada. Y nos llenamos de juventudes de los pueblos que, ya que estaban con un diploma bajo el brazo, se quedaron. También vinieron más universidades, con los mismos títulos, claro está: un poco más caros…

El boom edilicio del Siglo XXI transformó la perspectiva hasta hacerla irreconocible. Observar una muestra aérea actual con una de medio siglo a esta parte, es digna de asombro. Son dos ciudades. Muchos dirán que le debemos gratitud a la soja de los campos desérticos; otros se atarán a los fundillos de la política irresoluta; no pocos idealizan grietas, porque saben que están los “unos” y también los “otros”, y como en todo poder, las diferencias son necesarias. Como en los comienzos siguen las extensiones de tierras que rodean a Río Cuarto, igual que antaño, los dueños con títulos son desconocidos. El bosque nativo desapareció, quedó talado tras falaces protecciones. Como en el pasado: pocos ricos, muchos pobres sin redención divina. Algunos tienen de todo, otros poco o nada, como si fuera una Ley de la vida.

Pero, ¿cómo somos? ¿qué tenemos? ¿qué nos falta?, son pregustas recurrentes que desnudan un penitente disconformismo o una complacencia desmesurada, no andamos con vueltas. Ocurre que entre ambos extremos está la racional esencia de la cuestión. Una pléyade de sicólogos, sociólogos, politólogos, manosantas y tarotistas han intentado explicar el “ser riocuartense”, con las más diferentes tesis de los posible. Somos lo que somos, como somos y lo que tenemos porque nacimos de una mezcla genética que otros no tuvieron. Nos gusta hasta el disfrute gritar que somos riocuartenses, aunque no sepamos explicar muy bien el por qué… Claro, este es nuestro pedacito de espacio en el mundo, aquí nacimos, crecimos, procreamos, enterramos a nuestros mayores… Es nuestra tierra con su Historia a cuesta, la felicidad, en definitiva, es otra cosa.

Omar Isaguirre. Especial para Puntal