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La confirmación de todas las sospechas

El juicio por la muerte de Nora Dalmasso era una oportunidad para la Justicia pero sirvió como una instancia de convalidación de los preconceptos que la sociedad tiene sobre ese Poder

Algo anduvo mal desde el principio. Pocos días después de que Nora Dalmasso apareciera asesinada, el fiscal original del caso, Javier Di Santo, atendió a los medios. En una oficina húmeda, con una pared descascarada, el funcionario judicial enfrentó las preguntas como pudo. En realidad, sabía poco y nada. Pero el episodio más sintomático y revelador de aquella conferencia de prensa ocurrió al final, cuando los micrófonos y las cámaras se apagaron. El fiscal nos pidió a los periodistas: “Muchachos, si escuchan un dato o se enteran de algo avísenme”.

Fue una confesión de desorientación. Esa investigación, que arrancó así en aquellos calurosos días finales de 2006, parecía tener un destino sellado desde su génesis. Finalmente, y sin que sorprendiera a nadie, el martes pasado, el fiscal de Cámara, Julio Rivero, se abstuvo de acusar a Marcelo Macarrón, el viudo, como instigador del crimen y el caso más resonante de las últimas décadas en Río Cuarto, ese que puso a prueba a todo el aparato judicial y policial y en tensión al sistema político, terminó sin culpable y sin condena.

Ahora, se asegura que habrá una investigación para revelar la verdad histórica pero parece más un intento de sosegar la reacción negativa que provocó el desarrollo del juicio que una búsqueda real de reconstruir lo que ocurrió entre la víctima y su verdugo.

El juicio por la muerte de Nora Dalmasso era una oportunidad de reivindicación pero, como si los actores judiciales no pudieran actuar de otro modo o como si no les importara, terminó siendo una instancia reafirmatoria. Porque confirmó, de manera oral y pública, cada uno de los preconceptos que existían de la Justicia: que es severa con los pobres diablos e indulgente con los ricos y famosos, que se vuelve moralista y mojigata sólo en algunas ocasiones y que parece preferir la impunidad antes que poner en tensión el statu quo. Vigilar y castigar, planteaba Michel Foucault, pero vigilar y castigar no necesariamente a todos.

Y no se trata en este punto de la decisión específica de absolver a Macarrón sino del proceso previo, de la cadena de privilegios que le mostró a la sociedad que esa máxima que reza que somos iguales ante la ley es una entelequia. No a cualquier acusado le arman un vallado para que los molestos periodistas no lo acosen ni a cualquiera le permiten estacionar su camioneta al lado de la del juez que define su culpabilidad o su inocencia. Esa proximidad automotriz fue, en realidad, un símbolo de la proximidad social e identitaria entre los juzgadores y el juzgado.

Si esos episodios no hubieran existido, la absolución final de Macarrón habría tenido un efecto distinto. Juzgado como un igual, la declaración de inocencia podría haberse presentado como el resultado de un proceso ecuánime y no como la consecuencia indefectible de un aparato judicial que pareció esforzarse en no encontrar nuevas pruebas porque, en realidad, no las buscó.

El caso Nora Dalmasso y el desarrollo del juicio no se agotan en sí mismos. Tienen un impacto en la sociedad en un momento de crisis no sólo económica y política sino institucional. Los ciudadanos comunes, en un contexto de inestabilidad extrema como el actual, de incertidumbre y angustia, no encuentran dónde hacer pie, no tienen de dónde agarrarse. Es una comunidad carente de pilares.

Una encuesta reciente de la Universidad de San Andrés, realizada a nivel nacional, ubicó a los jueces -y por extensión a la Justicia- en último lugar en términos de imagen. Con sólo un 1 por ciento de imagen muy buena, 8 por ciento de algo buena, un 59 por ciento de imagen muy mala y un 25 por ciento de algo mala, la Justicia argentina está peor considerada por la sociedad que el kirchnerismo, los movimientos sociales, los políticos y el FMI. Tiene un diferencial de -75. Ni el más repudiado de los políticos consigue tanto.

Pero la Justicia parece indiferente ante la imagen que proyecta hacia la sociedad. Y lo es porque puede darse ese lujo. Se trata de un poder endogámico, que prescinde de cualquier mecanismo de revisión social.

La política, tan defenestrada en estos tiempos, posee válvulas de oxigenación. En situaciones extremas, el sistema político puede ser alterado por elementos ajenos. Son los llamados outsiders. Provenientes del afuera, pueden quebrar la lógica y surgir como exponente de un estado de cosas. Suelen ser personajes extremos, extravagantes, violentos o peligrosos -por ejemplo Jair Bolsonaro o Javier Milei- pero son en definitiva una vía de expresión de un repudio social.

No hay ningún mecanismo de regulación de ese tipo para la Justicia. Sólo la exteriorización de su actuación puede hacer las veces de un tenue control externo. En lo atinente al caso Dalmasso -y puede replicarse en otras causas de alto impacto- había sólo dos instancias en las que la sociedad podía participar: los jurados populares y el periodismo.

De esos dos actores, uno fue anulado; el otro recibió trabas y, al final, fue amonestado por funcionarios y abogados. La decisión de Rivero de no acusar obturó la participación de la gente en la decisión de absolver o no a Macarrón.

Pero, además, increíblemente, el fiscal se lamentó por la existencia del “juicio de afuera”, el que se desarrolló en los medios. Rivero se quejó en esos términos porque parece no estar acostumbrado ni al control social ni a la crítica, ni tampoco al examen de los actos que deben ser públicos. El mismo fiscal alegó ser víctima de presiones. No fue la única vez que lo planteó en el juicio. Curioso. La sociedad le paga cientos de miles de pesos por mes y lo seguirá haciendo de por vida. Es una carrera que da estabilidad y privilegios, y que como contrapartida exige -porque algo tiene que exigir- que Rivero y sus pares estén dispuestos a soportar las presiones. El fiscal parece pretender quedarse sólo con la faceta positiva que conlleva su cargo.

A quien tampoco le agradó la exposición pública ni la actuación de la prensa fue a Marcelo Brito, el veterano abogado que fue fiscal de Estado de la Provincia y que llegó a decir en su alegato que el periodismo no debe caer en la crítica (!).

Tanto Rivero como Brito, como nostálgicos del oscurantismo, renegaron de la revisión de sus actuaciones y exposiciones.

Y no sólo le apuntaron al periodismo. También a quien desde adentro del Poder Judicial validó los cuestionamientos que arreciaban sobre el proceso. Al camarista Emilio Andruet, que reprochó los privilegios de Macarrón, lo acusarán ante el tribunal de ética de la Asociación de Magistrados.

La Justicia, que tiene entre sus funciones restablecer el equilibrio que se quiebra cuando ocurre un crimen, sólo parece dispuesta a restituir sus propios equilibrios, aunque la sociedad se siga preguntando quién mató a Nora Dalmasso.