Opinión | Ciudad de Buenos Aires | Horacio Rodríguez Larreta | Axel Kicillof

En un círculo de desgaste

El cristinismo le reclama a Alberto que tome decisiones de fondo pero, a la vez, lo desgasta y lo inhabilita para esas mismas decisiones. Un gobierno que dice ser lo que no es

Alberto Fernández recibe cada día fuego a discreción. Lo castigan constante e invariablemente los medios y la oposición. Pero lo que más daño le causa, además de sus propios actos, son sus socios políticos, quienes lo llevaron al poder y dicen sostenerlo pero que lo horadan como nadie más puede hacerlo.

Por ejemplo:de los hechos recientes, ¿fue más nocivo políticamente el previsible fallo sobre las clases presenciales en Ciudad de Buenos Aires de una Corte Suprema con la que el oficialismo está enfrentado de manera indisimulada o el rocambolesco episodio de uno de los principales ministros del gabinete, Martín Guzmán, hombre de confianza del Presidente, que intentó y no pudo echar por inútil al subsecretario de Energía, Federico Basualdo, quien en teoría está a sus órdenes pero que pasó de ser un ignoto y oscuro funcionario a ser sostenido como una pieza innegociable por Cristina, Máximo y un más explícito Axel Kicillof?

El elemento subyacente en ese capítulo del subsecretario inamovible son las concepciones disímiles que coexisten dentro del gobierno y que permanecen irresueltas porque el Presidente no dispone de la autoridad para fijar una dirección, sostenerla y generar acompañamiento una vez que la decisión está tomada.

Hay días en que el cristinismo parece perder la paciencia con Alberto. Y lo expresa. Se manifiesta. Y en ese mismo acto genera una circularidad que imposibilita que el Presidente, aunque quisiera, haga lo que el cristinismo le exige que haga.

Si hay que marcar un punto iniciático fue el acto en que las principales figuras del gobierno se mostraron juntas para festejar el primer año de gestión de Kicillof. Allí, Cristina, que ya había embestido contra los funcionarios que no funcionan, fue más generalista y decidió trazar las grandes directrices de la gestión oficialista para el 2021:“No quiero que el crecimiento de 2021 se lo queden tres o cuatro vivos nada más. Y para eso hay que alinear salarios y jubilaciones, precios -sobre todo de los alimentos- y tarifas”.

Desde entonces, el cristinismo se ha visto habilitado para cuestionar políticas y morosidades del Gobierno. Es verdad que una porción considerable de los votantes del Frente de Todos espera que el terreno perdido en varios frentes durante el gobierno de Mauricio Macri empiece a recuperarse. Y que esa recuperación se demora. Sin embargo, las exigencias que el cristinismo le plantea a Alberto requieren de un presidente fuerte para su concreción. Alinear salarios y precios, por ejemplo, implica la afectación de intereses empresarios que sólo pueden ser encarados por un Ejecutivo con autoridad y poder.

Lo que hacen Cristina y los suyos al retar públicamente a Alberto, al impedirle que un ministro de su confianza desplace a un funcionario de quinta línea, al decir que los aumentos de tarifas van a ser los que definió Basualdo y no los que pretende Guzmán, es menoscabar la figura presidencial y confirmar a los ojos de la sociedad y la política la desgastante y corrosiva crítica que se oye desde el primer día:que Alberto carece del poder real para conducir una instancia límite como la que vive el país.

El jefe de Estado reta a los empresarios por su nula inclinación a aportar a la justicia social y al crecimiento del país, se anima incluso a proponer un cambio planetario para erradicar las inequidades del capitalismo, pero es incapaz de avalar el despido de un subsecretario para no provocar la furia de la vicepresidenta. El contraste es de un profundo patetismo político.

El cristinismo le exige fuerza y decisión a Alberto pero, a la vez, lo debilita cada vez más cuando se multiplican las voces, algunas realmente periféricas, que se animan a cuestionarlo.

Quizás ese movimiento se ve alimentado por la propia actitud del Presidente, que por no confrontar se inclina por enviar señales a un lado y a otro para que ninguno de sus socios se sienta afectado. Por ejemplo, después del capítulo Basualdo, Fernández ensalzó desde el discurso a Guzmán, a quien llevará en su gira por Europa, en otra señal de confianza y de reafirmación justo cuando el ministro es atacado desde el corazón del cristinismo.

Pero, a la vez, también se vio impelido a enviarle guiños a Cristina y a los suyos, al anunciar un refuerzo de la ayuda social y una serie de acciones que recuerdan al último período de la expresidenta y que se caracterizan por lo rudimentario y anacrónico. Como política de combate a la inflación, el gobierno no sólo insistirá con los acuerdos de precios que suelen enfocarse principalmente en Buenos Aires sino que, además, anunció que una flota de camiones saldrá, por supuesto primero en el AMBA, a ofrecer bolsones de frutas y verduras a precios accesibles. Como política económica, no parece precisamente sofisticada ni profunda para atacar las raíces del problema de los precios.

En realidad, Guzmán y el cristinismo se entrecruzan críticas que están fundamentadas y que explican gran parte de los profundos desacoples que padece hoy el país.

Uno de los cuestionamientos de la expresidenta es que durante el 2020 los salarios perdieron la carrera contra la inflación e intensificaron así el deterioro que habían sufrido en la época de Macri.

La pérdida del poder de compra de los sueldos es uno de los inconvenientes principales que sufren las familias argentinas. Y allí se encuentra gran parte de los votantes del Frente de Todos. La política económica que está llevando adelante Guzmán, o lo que le dejan hacer, es retóricamente compatible con la recuperación de los salarios pero fácticamente contraria a ese objetivo.

La idea fuerza que el ministro lanzó para este año es un cliché que en Argentina tiene final conocido:el acuerdo de precios y salarios. El resultado se encamina a ser el mismo de siempre:los precios van a seguir una dinámica ordenada por su propia lógica, y los sueldos serán contenidos por acuerdos a la baja y sindicatos permisivos. ¿Alguien puede imaginarse una inflación del 47 o 48 por ciento y los salarios tres o cuatro puntos por encima, como dijo Guzmán cuando proyectó que el costo de vida sería en 2021 del 29 por ciento?

La política salarial del gobierno de Fernández tiene aristas vergonzosas, más aún para un gobierno que se autodefine como peronista y progresista:más allá de que Alberto se golpee el pecho asegurando que nada le preocupa tanto como el hambre, los datos marcan que su gobierno avaló un salario mínimo, vital y móvil que está por debajo de la línea ya no de la pobreza sino de la indigencia.

El 22 de abril, el Indec informó que una familia necesita 60.874 pesos para no ser pobre y 25.685 para no ser indigente. La indigencia es la línea del hambre:quien gana menos, no tiene literalmente para comprar la comida para el mes. Ni que hablar de alquileres, ropa y, por supuesto, mucho menos esparcimiento y cultura.

Pocos días después de conocida esa estadística, el gobierno de Fernández avaló la suba del salario mínimo, que desde abril se ubicó en 23.544 pesos. Es decir, 2.141 pesos por debajo de la línea de la indigencia. Recién en junio, mientras la inflación crece desbocada, el salario llegará a 25.572 pesos.

El salario del gobierno de Alberto Fernández es mínimo, de eso no cabe duda, es insuficientemente móvil y está lejos de ser vital. Es difícil compatibilizar las etiquetas con las que el gobierno se autoidentifica con la oficialización de sueldos de hambre.

Pero al contraatacar cuando se sintió ninguneado, también Guzmán fue certero con la réplica. Le reclamó al oficialismo ser autocrítico porque el esquema actual de subsidios es pro-ricos.

El ministro señaló una característica inequitativa que viene permaneciendo pero soslayó mencionar que el sistema de subsidios es doblemente injusto:porque subvenciona los consumos de personas que perfectamente podrían pagar por sus consumos pero, además, porque establece diferencias notorias entre Buenos Aires y el interior.

El gobierno se concentra casi exclusivamente en Buenos Aires. Oscila entre una mirada sobre el AMBA y una pelea de corte comunal con Horacio Rodríguez Larreta. Y ni siquiera parece detenerse a pensar en las asimetrías que persisten en las tarifas y subsidios, por ejemplo, para el transporte y la energía eléctrica.

El esquema de tarifas debería revisarse entonces en un sentido doble:tanto en su concepción económico-social como en su aspecto federal.

El gobierno de Alberto Fernández está permanentemente disociado. Entre el discurso y la acción. Se dice un gobierno profundamente progresista y federal. La realidad, la inapelable realidad, se empeña en mostrarse en las antípodas.