Ya que Cristina Fernández se puso etimológica en su discurso chaqueño, en el que explicó el origen y el significado de términos como pelea o debate, también puede ser válido recurrir a la misma práctica para sondear un concepto que ella evitó. Coalición: pacto o unión entre personas, grupos sociales o estados para lograr un fin común.

Del discurso de la vicepresidenta, conceptualmente interesante y políticamente envenenado, se desprende el origen de la crisis actual, en lo referido tanto a la mecánica política como a las divergencias económicas. El Frente de Todos se concibió desde su génesis sólo como un constructo electoral, como un pacto destinado a lograr un único fin, ganar las elecciones, y después nada más.

El Frente de Todos y la conversión de Alberto Fernández en candidato a presidente constituyeron un acto inteligente, como dijo Cristina, pero cortoplacista. Fue eficaz como instrumento para desalojar al macrismo del poder pero la magnitud de su fracaso como gestión de gobierno es tal que a esta altura hay que pensar en la profundidad de sus efectos: tal vez el mandato de Alberto, que es un producto de Cristina, no se limite a inhabilitar la posibilidad de una reelección sino la validez al menos temporal de un discurso, de una cosmovisión política, social y económica. No parece ser casual, en este contexto, el crecimiento de opciones de extrema derecha.

La vicepresidenta, en su esperado discurso en Chaco, intentó bajarle el componente bélico a los desacuerdos dentro del oficialismo: dijo que no se trata de una pelea, ni de una disputa, sino sólo de un debate sobre el rumbo que debe tomar el gobierno y sobre cómo debe afrontar los enormes desafíos que tiene el país.

Y ahí está la admisión del fin único que guió al Frente de Todos. ¿Recién ahora, en medio de una crisis lacerante y delicada que amenaza incluso la estabilidad institucional del país, la fuerza gobernante se embarca en un debate no ya de las herramientas, que sería técnico, sino de la visión ideológica, económica y conceptual?

¿Nunca se sentaron Cristina, Alberto y sus socios a definir, antes de las elecciones, “qué vamos a hacer con el Fondo Monetario si ganamos”?

El FMI, que actuó de punto de quiebre, no fue una eventualidad. No se trató de un fenómeno inesperado y sorpresivo que descolocó al gobierno, como sí ocurrió con la pandemia. Podría haberse entendido un desacuerdo sobre la estrategia necesaria para enfrentar el desastre del coronavirus porque nadie pudo preverlo. Pero la deuda de 44 mil millones de dólares, uno de los grandes lastres que dejó Macri, era preexistente.

La coalición nunca se prefiguró el problema. Pareció avanzar en la ya clásica actitud de la política argentina: ganemos, lleguemos al poder y después vemos.

Allí está el origen de la coyuntura actual y de la imprevisibilidad hacia adelante.

El diagnóstico económico que Cristina desgranó en Chaco es incontrastable. ¿Quién puede dudar de que la política económica del actual gobierno es nociva, con una inflación imparable, con asalariados que son pobres, con exportaciones del campo récord y con dólares que no están?

Pero Cristina usa ese diagnóstico en tono exculpatorio, como si los resultados del Frente de Todos le fueran ajenos y no una consecuencia de cómo se construyó la coalición desde sus cimientos.

En Chaco, a Cristina se le dio por las infidencias. Y todas fueron en detrimento de Alberto Fernández: el Presidente, en esas anécdotas, apareció invariablemente como un delegado que pedía permiso para avanzar con cada nombramiento. Cristina le dijo a qué ministerio debía ir Wado de Pedro y Máximo fue quien le negó al “Cuervo” Larroque, su espada discursiva, para Desarrollo Social y le impuso a cambio a Juan Zabaleta.

En ese mismo discurso, la vicepresidenta aseguró que incurrió en un enorme acto de generosidad -y habría que decir de inusual ingenuidad- cuando, según ella, le dio total libertad de acción a Alberto para elegir a su equipo económico.

¿Cristina, que estructura su discurso político en torno a las disputas económicas y los intereses en juego, fue prescindente justamente en el área económica? ¿Dejó a voluntad de Fernández, que había sido sumamente crítico con su praxis económica, esa configuración fundamental?

La vicepresidenta está intentando despegarse de las consecuencias de su creación. Como un intento de autopreservación política. Sin embargo, sería una rareza si la creadora lograra salir indemne de su creación.

Ella, su hijo Máximo, La Cámpora se encuentran en un estado de desdoblamiento político, complejo de asimilar para quien es espectador y, a la vez, ciudadano sufriente de la realidad actual. ¿Cómo es que el “Cuervo” Larroque, un dirigente que actúa y declara con la sutileza de un martillazo en el dedo, reivindica para ese sector político la propiedad del gobierno y a la vez lo defenestra sin contemplaciones? ¿Cómo se entiende que diga “el gobierno es nuestro” pero que no se sienta partícipe necesario de sus resultados?

El cristinismo se despliega en el escenario político utilizando una figura que solía aparecer en la literatura: el desdoblamiento. Ser una cosa y, a la vez, su contraria. Gobierno y oposición. Esa disociación tiene un efecto además en la sociedad: casi que obliga a tomar partido por el desastre actual -la línea económica que están llevando adelante Alberto y Guzmán- o aventurarse a un cambio que carga con su historia.

Porque, más allá de sus críticas, ¿qué propone Cristina para la economía?¿Salir del acuerdo con el Fondo o quedarse pero propiciar la rediscusión de los términos del entendimiento? En sus discursos postula objetivos generales, en los que es difícil estar en desacuerdo, como por ejemplo la recuperación del poder adquisitivo de la gente, pero prescinde de los instrumentos y de las posibilidades que tiene un país económicamente endeble y exhausto como Argentina.

El desdoblamiento kirchnerista no es fruto de una patología sino de una estrategia. Puede ser temeraria por el desapego con respecto a las consecuencias sociales de la jugada pero está orientada hacia un objetivo político. Cristina y La Cámpora persiguen el autosalvataje, la autopreservación dentro del caos general. Que los costos los paguen Alberto y su tríada de ministros disfuncionales. Ese doble rol de oficialismo y oposición apunta a que el kirchnerismo resguarde al menos su reducto territorial bonaerense y pueda desde allí volver a construir la posibilidad de un proyecto nacional.

En política hay un concepto ya remanido que es el de la centralidad. Y si de centralidad se trata, la verdad es que el conglomerado que puede identificarse con el oficialismo la ha conseguido. Tanto que a la oposición nucleada en Juntos por el Cambio le cuesta una enormidad hacerse notar.

Pero la centralidad no configura por sí misma un elemento positivo. Puede deberse, como ocurre en este caso, a la negatividad del zafarrancho. A la insólita y desesperante pelea dentro del Frente de Todos.

Es difícil imaginar un destrato mayor y un ninguneo semejante al que Cristina le propina a Fernández. En el discurso de Chaco no sólo reprobó la marcha de su gobierno sino que lo condenó a la insignificancia política: Alberto ni siquiera tiene la estatura de un gremialista del montón porque nunca condujo nada.

Cristina está embarcada en un ensayo audaz e improbable: desconocer a su criatura y, a la vez, convencer a una porción del electorado de que a ella no se le puede adjudicar ninguna culpa.