Opinión | Editorial |

El peor momento para desafiar la autoridad

Por más que la desconfianza en la aptitud de quienes están en el poder se encuentra en la Argentina sobradamente justificada a partir de la experiencia, no se les puede negar a las autoridades legítimamente constituidas la potestad de asumir el liderazgo.

Después de haber ingresado gradualmente en la agenda de los argentinos fundamentalmente a través de las noticias cada vez más alarmantes provenientes del exterior, el coronavirus se ha transformado con amplio margen en la principal preocupación de una sociedad acostumbrada a hacer frente a crisis de naturaleza muy diferente. Se ha ingresado en una situación delicada de la que no podrá salir indemne, pero sí reducir el balance de daños en tanto la solidaridad y el sentido de pertenencia prevalezcan sobre el egoísmo y, sobre todo, la racionalidad y el sentido común lo hagan sobre una tendencia a la transgresión autodestructiva y a veces suicida, muy propia de los habitantes de este suelo.

 Luego de haber minimizado el problema al considerarlo relativamente lejano y ajeno en comparación con otros que, en rigor, también se ha tendido históricamente a soslayar, las autoridades han dado un giro drástico que despierta sensaciones encontradas. Entre las voces críticas que se alzan por estas horas conviven las que advierten que no es suficiente, inclusive que se están cometiendo errores similares a los que llevaron a otros países a que la crisis les estallara en las manos, con las que denuncian una sobreactuación, basada en la aplicación de remedios que probablemente habrán de generar muchos más perjuicios que la propia enfermedad.



 La coexistencia de unas y otras no se explica únicamente en lo inédito de la situación. Si desde un lado es difícil entender la lógica de suspender el dictado de clases pero manteniendo los establecimientos educativos abiertos, por ejemplo, o las idas y vueltas en torno del fútbol, no puede menos que compartirse la inquietud por el efecto de la parálisis, no total pero sí muy extendida, sobre una economía que venía sumamente golpeada, y que se ve ahora ante un panorama negro de empresas y comercios obligados a achicarse o a dejar de funcionar, con el consiguiente impacto sobre el empleo, en un momento en que los recursos con los que cuenta el Estado para conceder mecanismos de compensación no son precisamente abundantes.



 Pero en cualquier caso, se piense que el Gobierno se queda a mitad de camino o que está exagerando, y por más que la desconfianza en la aptitud de quienes están en el poder se encuentre en la Argentina sobradamente justificada a partir de la experiencia, no se les puede negar a las autoridades legítimamente constituidas la potestad de asumir el liderazgo para lidiar con esta crisis. Acaso no deje la mejor impresión que ciertas decisiones se cambien sobre la marcha, a veces para resolver problemas generados por otras anteriores, pero el derecho a criticarlas no se extiende a pasar por alto la obligación de comportarse en línea con ellas. Porque la ley no es de cumplimiento opcional, la deben acatar incluso quienes estén en desacuerdo con ella, pero también porque la peor manera de enfrentar esta crisis es con miles de argentinos actuando por su cuenta siguiendo su parecer o sus intereses personales y haciendo caso omiso de sus deberes como parte del conjunto del cuerpo social.



En ese marco, el caso del energúmeno que golpeó al empleado de seguridad que le advirtió que no podía salir de su edificio si acababa de volver de un viaje representa, de manera grosera y excesiva, una actitud mucho más extendida en nuestra sociedad, que en circunstancias críticas como la que se atraviesan es potencialmente capaz de generar tanto daño como el virus mismo. La falta de respeto a las normas, y la desaprensión respecto de los efectos que su violación puede ocasionar en los demás, que precede a la epidemia y seguirá aquí después de que esta se haya ido.

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