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Un proyecto herido en su esencia y en su legitimidad

Luego del paso por el Senado del proyecto de reforma judicial, no sólo queda en claro que ninguna de las objeciones formuladas en oportunidad de su lanzamiento han perdido entidad, sino que el proceso se ha orientado a la profundización de sus aspectos negativos y al alejamiento de los propósitos que declama.

El proyecto de reforma judicial del Poder Ejecutivo nació cargado de cuestionamientos que se basaban menos en su contenido que en su falta de sentido de la oportunidad, en medio de la inédita crisis sanitaria y económica que se atraviesa, y la fundada sospecha de que, en sociedad con otras iniciativas en curso, responde en realidad a la voluntad política de asegurar la impunidad de los responsables de los hechos de corrupción acaecidos durante el gobierno encabezado por la actual vicepresidenta de la Nación. Luego del paso por el Senado de la iniciativa, no sólo queda en claro que ninguna de esas objeciones han perdido entidad, sino que el proceso se ha orientado a la profundización de sus aspectos negativos y al alejamiento de los propósitos que declama.

No es la primera vez que la aprobación de una norma de importancia vital se materializa al cabo de un trámite bochornoso, en este caso potenciado por la introducción acelerada de cambios de último momento que llevaron a que muchos senadores no supieran exactamente qué estaban votando. La reiteración de estas “desprolijidades” -un eufemismo que resta entidad a faltas gravísimas capaces de horadar la legitimidad de lo actuado- no debería volverlas admisibles a los ojos de quienes las cometen y del conjunto de la sociedad.

En cualquier caso, el retiro de la llamada “cláusula Parrilli”, susceptible de ser interpretada como una agresión a la libertad de expresión o cuanto menos una instigación a la prensa a autocensurarse, no debería ser motivo de gratificación, en vista de que la supresión afectó algo que nunca debería haber existido. Y en todo caso sirvió para ocultar cambios que sí se realizaron en el proyecto original, y a diferencia del dejado de lado en medio de los festejos del senador que lo impulsó por el revuelo que había provocado, trascienden lo conceptual para tener un impacto en la práctica que vuelve la reforma aun menos digerible.

Los más visibles pasan por la insólita multiplicación de juzgados, fiscalías y cámaras adicionales en todas las jurisdicciones, sobre todo en el interior del país, que elevarían sustancialmente no sólo los costos inmediatos de la reforma, sino los del posterior sostenimiento de una estructura obviamente sobredimensionada. Así, un proyecto que originalmente preveía 279 cargos nuevos pasó a proponer bastante más de mil -algunos cálculos hablan de cerca de 1.400-, muchos de ellos añadidos en componendas de último momento, quince minutos antes de la votación en el recinto.

Y no es que esa creación masiva de puestos muy bien remunerados se basara en estudios serios sobre las verdaderas necesidades de cada jurisdicción. Está claro que se trataba de generar un atractivo adicional para que los gobernadores -desde la promesa de que podrían incidir en la avalancha de nombramientos que requeriría la puesta en marcha de la reforma- persuadieron a sus diputados de votar un texto que en la Cámara baja, por el momento, no estaría alcanzando los votos necesarios para ser aprobado.

En suma, sigue siendo igual de controvertida la idea de tratar una iniciativa trascendente en un momento en que la agenda pública está obviamente en otra parte, y sigue siendo igual de válida la sospecha de que la búsqueda de resolverle los problemas judiciales a Cristina Kirchner está en la base de toda esta arremetida. Pero luego del paso por el Senado, además, el argumento oficial de que el proyecto busca crear una Justicia más independiente del poder político parece haber quedado definitivamente enterrado y sin chance alguna de resurrección.

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