Luego de una serie de pronunciamientos cruzados que daban cuenta no sólo de un empantanamiento en la renegociación de la deuda pública con los fondos de inversión tenedores de bonos argentinos, sino de una elevación de la tensión entre las partes, el gobierno de Alberto Fernández decidió extender una vez más la vigencia de la oferta a sus acreedores, esta vez hasta el próximo 24 de julio. De esta manera, las autoridades nacionales ponen freno a las versiones de una inminente ruptura y ratifican su vocación de alcanzar un acuerdo, a pesar de las señales contradictorias que según ciertas voces críticas transmiten otros aspectos de la gestión.
En el comunicado que anuncia la nueva prórroga, que en rigor pavimenta el camino para seguir las conversaciones aun cuando los plazos estén vencidos y para muchos observadores el país ya debe considerarse en default, el Ministerio de Economía vuelve a manifestar que “cree firmemente que una reestructuración de deuda exitosa contribuirá a estabilizar la condición económica actual, mitigando las restricciones a mediano y largo plazo sobre la economía de Argentina, las cuales fueron creadas por la actual carga de deuda, y reencauzando la trayectoria económica del país hacia el crecimiento a largo plazo”. Es la misma convicción que se viene manifestando desde el primer día, a punto tal de considerar imposible la instrumentación de un plan económico concreto si antes no se da este paso considerado esencial.
En ese marco, la declaración de que la “Argentina y sus asesores pretenden aprovechar esta extensión para continuar con las discusiones y permitirles a los inversores continuar contribuyendo con una reestructuración de deuda exitosa” tiende una mano amigable que incluso repercutió favorablemente en los mercados, que venían golpeados por los chisporroteos previos. Es decir, existe una inequívoca intención de demostrar buena voluntad, auncuando hasta ahora no se haya traducido en una propuesta capaz de convencer a los acreedores más duros.
Sin embargo, no deja de ser válida la advertencia de que la eficacia de señales de este tipo se ve relativizada cuando, en medio de una negociación en que diferencias porcentuales mínimas significan compromisos de pagar miles de millones de dólares más o menos, se anuncian iniciativas como la expropiación de Vicentin. No tanto por la valoración de la medida como una agresión al capital privado -una abstracción que no necesariamente jugará un papel decisivo en el ánimo de operadores que actúan pragmáticamente- sino porque implica cargarle a las obligaciones totales del país el pago que deba realizar por la empresa y la asunción de la propia deuda concursada de ésta.
Es decir, mientras el deudor intenta obtener de los acreedores la aceptación de la máxima quita posible con el argumento de que el esquema de pagos debe ser “sustentable”, asume al mismo tiempo un importante gasto adicional, lo que atenta no sólo contra esa sustentabilidad que supuestamente busca, sino contra la propia credibilidad de las buenas intenciones que proclama. Independientemente de la validez de las razones que impulsan a Alberto Fernández que quiere encarrilar el problema de la deuda, y la de las que motivan al que desea que Vicentin pase al Estado, da la impresión de que el segundo no ha comprendido acabadamente las necesidades del otro, obligado a abrirse camino entre obstáculos que le pone delante el mismo gobierno que encabeza.