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Un deseado camino hacia la normalización institucional

Cabría esperar que la parte de la población de Bolivia extremadamente refractaria a la figura de Evo Morales acepte pacíficamente el pronunciamiento de las urnas, y también que el liderazgo delegado de Luis Arce resulte menos revulsivo que el de aquél y más tolerante con aquellos que no le responden.

Luego de cerca de un año de una situación institucional marcadamente irregular, con un gobierno interino de sustento legal cuanto menos precario, Bolivia ha iniciado con el acto electoral del lunes la cuenta regresiva hacia una normalización que debe ser bienvenida independientemente de cualquier toma de posición previa sobre lo ocurrido en octubre y noviembre de 2019. El rápido reconocimiento de la presidenta Jeanine Áñez de la victoria del candidato del MAS Luis Arce, concretada por un margen aparentemente muy superior al anticipado, despeja las dudas que la anunciada demora en el conteo oficial de votos habían introducido y augura un proceso que debería transcurrir sin los conflictos que caracterizaron a las etapas precedentes.

Aun cuando apenas se cuenta con datos de una consultora privada, los números indican que no se ha plasmado la posibilidad de que se reprodujera un resultado como el del año pasado, cuando las sospechas de fraude desencadenaron protestas y enfrentamientos al cabo de los cuales se produjo el desplazamiento del entonces presidente y candidato a la reelección Evo Morales. Si bien no se descartaba que Arce pudiera ganar en primera vuelta, se pensaba que ello podía ocurrir más por la división de las fuerzas opositoras que por su propia fuerza, y por un margen similar al que nueve meses atrás dejó disconforme a media sociedad.

En cambio, ocurrió que quien fuera ministro de Economía de Morales durante varios años realizó una elección significativamente mejor que la de su jefe político, cuestionado por haberse presentado pese a la prohibición de hacerlo impuesta por la Constitución reformada por su propia iniciativa, gracias a una impresentable decisión de un tribunal supremo adicto, que declaró que la limitación de las reelecciones era contraria a los derechos humanos. Este proceso, y no solamente la sospecha de fraude formulada entonces -que a la postre podría haber resultado errada- fue el caldo de cultivo para el recambio que por mucho que lo nieguen sus defensores tiene la inequívoca impronta de un golpe de Estado.

El aumento del caudal electoral del MAS entre una y otra elección puede vincularse con la deficiente gestión de Áñez, cuyo manejo de la crisis del Covid-19 dejó a Bolivia como una de las naciones más afectadas, pero no cabría descartar que el cambio de candidatura, forzado por las circunstancias, haya terminado por resultarle paradójicamente ventajoso. Más allá de la falta de carisma de Arce, de perfil eminentemente técnico, podría haber capitalizado algunos de los aspectos más positivos de las presidencias de Morales -en particular el fuerte crecimiento económico y la sustancial reducción de los índices de pobreza- sin cargar con los negativos, como el personalismo y el espíritu confrontativo que exacerbó las divisiones en la sociedad.

Cabría esperar que la parte de la población extremadamente refractaria a la figura dominante del panorama político de Bolivia, protagonista del ciclo de marcada inestabilidad institucional que empieza a cerrarse, acepte pacíficamente el pronunciamiento de las urnas, y también, asimismo, que el liderazgo delegado de Arce resulte menos revulsivo y más tolerante con aquellos que no le responden. De esta manera, después de una experiencia que evocó en toda la región fantasmas decididamente indeseables, el celebrado regreso de Bolivia a la normalidad democrática permitirá al país ingresar en una etapa superadora.