Tras el crimen, el niño fue trasladado a Córdoba y quedó bajo la órbita de la Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia (Senaf). Según confirmó la ministra Liliana Montero, se evalúan los entornos familiares más próximos para determinar quién asumirá su guarda definitiva.
Con su madre asesinada y su padre detenido, P., de seis años, permanece bajo el cuidado de una familia comunitaria, mientras la Justicia define quién asumirá su guarda definitiva.
El matrimonio que hoy lo alberga conoce a P. desde su nacimiento, gracias al vínculo previo con su abuela materna, y junto a la maestra del jardín de infantes del niño se ofrecieron voluntariamente para acompañarlo en este momento de extremo dolor.
Su historia familiar es compleja: cuenta con una tía materna, Laura, que vive en Chile y hace unos días llegó a Córdoba para acercarse al niño; además, mantiene contacto con una tía abuela residente en Buenos Aires. La madre de Laurta, Estrella, también manifestó su disposición a colaborar con la crianza en caso de que no haya un tutor designado. Explicó que hasta hace un tiempo mantenía comunicación con su nieto, interrumpida por conflictos familiares y la manipulación de su hijo.
En diálogo con medios, Estrella subrayó la dedicación de Luna Giardina como madre: “Era presente, se desvivía por su hijo. Fue mamá a los 19 años y le daba todo su amor”.
Luna combinaba su maternidad con estudios de Agronomía y emprendimientos propios, como la venta de tejidos que ella misma confeccionaba. Vecinos y allegados recuerdan su amor incondicional y el esfuerzo constante por brindar contención y seguridad a su hijo.
El niño P. se suma a una lista que cada año crece con un número que debería estremecer: según el Registro de Femicidios de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en 2024, 204 niños, niñas y adolescentes quedaron huérfanos de madre como consecuencia de un femicidio. En la mayoría de los casos, son las abuelas o tías maternas quienes asumen el cuidado, enfrentando duelos inconmensurables y trámites burocráticos interminables, con escasos recursos y apoyo estatal.
Cuando las sirenas se apagan y los medios se van, empieza otra historia. Una historia que no suele ocupar titulares, pero que se repite con dolorosa frecuencia: la de los niños y niñas que afrontan una multiplicidad de pérdidas: su madre asesinada, su padre preso o muerto, y un entorno que cambia de forma abrupta. Pierden su casa, sus amigos, sus rutinas. Es un trauma que los atraviesa para siempre
Desde 2018, la Ley Brisa (N° 27.452) garantiza una reparación económica mensual y cobertura de salud integral a hijos e hijas de víctimas de femicidio o de homicidio en contexto de violencia de género. La ayuda equivale a una jubilación mínima y se mantiene hasta los 21 años, o de por vida si la persona tiene una discapacidad. El trámite se realiza ante ANSES, que además debe garantizar asistencia psicológica y acompañamiento institucional.
Sin embargo, a siete años de su sanción, las organizaciones feministas advierten un cumplimiento “fragmentario y burocratizado”. En los hechos, los beneficios se demoran, no llegan a todos los casos y suelen depender de la insistencia de los familiares o de abogados voluntarios.
En un contexto de ajuste y desmantelamiento de las políticas de género a nivel nacional, tras el cierre o vaciamiento de programas del ex Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversida, el desafío se agrava.
De acuerdo con un estudio de UNICEF y el Instituto Nacional de las Mujeres, cada año más de 200 niñas y niños quedan huérfanos por femicidios y miles son testigos de situaciones de violencia en sus hogares. “No solo presencian la violencia, también la padecen y la internalizan”, explica el informe.
Las consecuencias son graves: problemas de sueño, ansiedad, retraimiento, dificultades escolares y síntomas de estrés postraumático. En algunos casos, los niños son manipulados por los agresores para justificar la violencia o responsabilizar a las víctimas. Otros asumen roles adultos, cuidando de sus hermanos o de sus abuelos.
“Vivir en hogares donde hay violencia de género deja huellas profundas. Si no hay intervención estatal ni redes comunitarias fuertes, la violencia se perpetúa de generación en generación”, advierte UNICEF.
Luna Giardina había denunciado reiteradamente a su expareja. Contaba con medidas de restricción, botón antipánico, y había ganado dos juicios en el fuero de Familia que protegían sus derechos y los de su hijo. Pese a eso, Pablo Laurta volvió al país armado y terminó asesinándola junto a su madre. En el camino, Laurta también mató a otro hombre a fin de ocultar su crimen.
Durante dos años, la Justicia renovó las alertas migratorias que ordenaban colocarle una tobillera dual apenas regresara. Sin embargo, esas medidas nunca se ejecutaron. En paralelo, Laurta acumuló incumplimientos judiciales, denuncias infundadas y maniobras económicas destinadas a hostigarla. Nunca pidió contacto con su hijo.
Hoy, P. es un símbolo del vacío institucional que rodea a las víctimas indirectas de la violencia extrema. Su futuro inmediato depende de decisiones judiciales y de evaluaciones familiares que buscan garantizar su bienestar.
En este Día de la Madre, la historia de Luna y de su hijo interpela a todo el país. La violencia de género no termina con la muerte de una mujer. Continúa en los cuerpos y en las vidas de quienes quedan. Y en este Día de la Madre, el país le debe a esos hijos e hijas la presencia, el cuidado y la reparación que su madre ya no puede ofrecerles.